31/7/07

Final de curso

Ayer, con puntualidad un tanto británica, las golondrinas abandonaron el nido que desde hace años ocupan en nuestra terraza. Este año regresaron con unos días de retraso. Fue a comienzos de abril. Lo sé porque el anterior había anotado la fecha en uno de mis cuadernos viajeros, uno de tapa dura y espiral con hojas cuadriculadas, en el que escribo cada vez con peor letra las incidencias y datos prácticos de nuestras escapadas. Con una semana de retraso, cuando abril se desperezaba, una mañana al ir a desayunar volvimos a encontrarnos con sus vuelos inverosímiles, su griterío, el reconocimiento de la vuelta a casa tras el largo viaje de ida y vuelta al Sur. También ayer Adriana, la señora que viene a casa para echarnos una mano con el tema de la plancha y la limpieza, llegaría a su casa. Un largo viaje de cuatro días en coche a través de media Europa, desde Madrid hasta Rumanía. El jueves pasado le brillaban sus ojos de una manera especial cuando nos despedimos. Ellos llevaban cuatro años sin regresar a su país. A veces, en las lentas mañanas del invierno madrileño, Adriana nos habla de una casa en el campo, de grandes árboles, de prados centelleantes y de su madre. El cuadro lo pinta la nostalgia, tal vez el pincel más eficaz. Las golondrinas regresaron a su nido a principios de abril. Fue una tarea de reconocimiento rutinaria. Luego se esfumaron durante dos largos meses. Pero, finalmente y cuando ya las echábamos de menos, volvieron para la puesta. El lugar elegido es magnífico: a resguardo, fresco, sin mucha molestia para criar y alimentar a sus polluelos. este año han crecido dentro del cofre de barro y ramitas cinco crías. Es difícil trasladar el barullo que montan las cinco cuando los padres traen el alimento. No sé distinguir cuál es el macho y cuál la hembra. Uno de ellos es más grande que el otro. Se posan en el respiradero de plástico de nuestra campana de cocina. Y desde allí vigilan día y noche a los suyos. Volvieron a principios de junio y pusieron sus huevos. Ayer conté hasta dieciséis golondrinas posadas en el toldo que protege el jardín vecino. Incluidas las siete de nuestro patio. A media tarde estaban otra vez revoloteando vertiginosamente en torno a la terraza. Igual que esta mañana. Ya sabemos que sólo regresarán al nido el próximo año, con el retorno de la primavera. Esta mañana Miguel cierra otro ciclo: es su último día en la escuela infantil. A mediados de septiembre comenzará el colegio. Resulta complicado explicar el vértigo que anticipan estos pequeños cambios en la vida de todos nosotros. La tiranía a la que nos somete, implacable, el calendario.

27/7/07

Un paseo en barca por el Ebro


El río es lo que se ve y lo que no se ve. El hombre que pilota el barco nos comenta al navegar cerca de la orilla el punto en el que las aguas ocultan un pozo de varios metros bajo el fondo arenoso. Dice que hace pocos años, al dragar el río, aparecieron en él todo tipo de armas y municiones que los soldados leales a la República abandonaron tras la derrota. También comenta, cuando pasamos junto a los pescadores, que él no comería esos peces. Sus capturas. Al amanecer, si te acercas a la orilla de algún embarcadero, puedes ver sus lomos plateados refulguiendo por un instante sobre la superficie de las oscuras aguas. Le preguntamos la razón. Porqué él no comería. Conoce el río como la palma de su mano. En qué tramos las algas dificultan la navegación. Dónde sobresalen peligrosos troncos atorados en la arena. En qué lugar el calado no es suficiente. Podría navegar con los ojos tapados con una cinta, dice orgulloso. Es joven. No más de treinta y cinco. Moreno. Cubre gran parte de su rostro con el ala de una gorra de plato. Parecería un patrón de yate si lo trasplantaramos a otro lugar no muy lejano. Por la nuclear, contesta. Ascó se encuentra unas decenas de kilómetros aguas arriba. No comería nada de lo que se pueda pescar aguas abajo. Pienso que este agua se extrae con bombas para regar los cultivos que inundan el fértil valle de Mora d'Ebre. Al fondo aparece, como un escenario de película, la figura del castillo templario de Miravet, un puzzle de la historia desparramándose en edificios desde lo alto del teso hasta la orilla del río. Le pregunto si sabe cuándo concluye el plazo de vida de la central. No lo sé, contesta. Acaban de hacerle hace un par de años unos ajustes y es muy probable que haya una prórroga, dice. Le pregunto por lo que opina la gente de la comarca. Y él dice "yo nunca la quitaría". Dice que la nuclear ha traído riqueza. Que Ascó cuenta con unas instalaciones deportivas que ya quisiera, para sí, cualquier complejo de alto rendimiento. Hay muchas empresas en la zona que trabajan para la central. Sería una ruina que se cerrara. Miravet, su perfil de ensueño, se acerca lentamente mientras la corriente tira de la barca con parsimonia. Pienso en las ganancias. Pienso en el riesgo. Nadie dice nada en la embarcación. El río es lo que se ve y lo que no se ve.

25/7/07

El jardín de las Delicias


Si El Bosco tuviera que volver a recrear con sus pinceles e imaginación El Jardín de las Delicias, delirante jardín de los placeres terrenales, estoy seguro que escogería como escenario una hora a media mañana de los meses de julio y agosto en la playa de Poniente de Benidorm incluyendo este cerrado bosque de sombrillas...

19/7/07

Refutación del ingenio



"Si hay que volver a pasar, pasaremos", rezan unos carteles pegados en algunas paredes del Barrio de Salamanca de Madrid que ayer pude leer. Ayer, para los desprevenidos, era 18 de julio y se cumplían setenta y un años de la rebelión militar que encabezó Franco contra el gobierno legítimo de España y que acabó en la sangría de la Guerra Civil y la posguerra. La foto de la izquierda corresponde a las ruinas de Corbera d'Ebre, en la comarca de la Terra Alta tarraconense, uno de los pueblos más castigados durante los 115 días que duró la más encarnizada de las batallas que libraron nuestros abuelos durante aquella guerra. Pasear por las calles vacías del Poble Vell produce, por encima de todo, una sensación de desolación absoluta. No son las casas despanzurradas, los vanos en ruinas, la soledad de la torre acribillada: es el silencio, el canto de las chicharras, el viento rebañando las esquinas destartaladas. En Corbera hay abierto desde hace unos meses un Centro de Interpretación donde se muestran algunos restos y documentos relativos a la batalla. También organizan excursiones guiadas por aquellos lugares donde la cicatriz de la guerra aún asoma entre casamatas, trincheras abiertas en la tierra, cruceros de piedra y ruinas. Me contaron Montse y Messe que se trata de mostrar las heridas de la batalla, no de hacer juicios de valor. Su empeño es honroso. Son dos maneras de aproximarse a la herida: unos desde la soberbia de los vencedores y otros desde la prudencia de los vencidos. Otra manera de hacer evidente que todavía importa el bando en el que se juega la partida.

13/7/07

Serie del sesenta y cinco


La serie de tres fotografías cayó por casualidad en mis manos. Andaba buscando otra foto en una vieja caja donde guardamos las instantáneas en papel que componen la memoria de la familia. Ahí aparecen todos los que ya no están: jóvenes, delgados, sonrientes. Celebrando bodas, cumpleaños, paellas junto a un río y lejanos viajes a las Canarias. También aparecemos nosotros, los que aún quedamos, soplando velas, rodeados de primos o protegidos por los brazos de los padres. Estas fotos son también, en buena media, el retrato en sepia de la España de los años sesenta, un país herido de franquismo y anhelos frustrados. La serie con tres fotografías del sesenta y cinco, en un acartonado papel mate de Valca, muestran el muelle de Tapia en dos tomas y la calle frente a la actual Casa de Cultura donde se levantaban, enfrentadas, la farmacia de López Cancio, la vivienda del médico, don Raúl, y la tienda de uno de los hermanos Súcaro. Las del muelle, tomadas un 16 de julio de hace cuarenta y dos años, con la marea un poquito más abajo de las escaleras de piedra que hay delante del banco de la Rula, dejan ver el ribeiro donde muchos años después escarbaríamos con la garrucha buscando la xorra que nos serviría de cebo. También dejan ver el fondo arenoso, cubierto de verdín, en el que Juanjo despuntaba como mejor pescador de salmonetes en cuanto subía la marea y las aguas lo cubrían todo un poco bíblicamente (aunque fuera por unas horas). Casi en la punta del muelle se alinean cuatro barcos. Todavía recuerdo, en el oscuro viaje de la niñez a la adolescencia, el revuelo que se montaba cuando iban arribando al puerto de Tapia –en los días previos a la gran fiesta- los grandes barcos que venían de hacer el Gran Sol. Todos los guajes queríamos subir al Terín, sentarnos en la proa. Pero valían igual la María Tobalina o el Villaselán. Hay cuatro barcos alineados en la punta del muelle. El más grande, el Terín. Me viene a la cabeza una sobremesa de invierno, en Madrid, cuando el noticiero de TVE habló de un barco que se hundía en el Cantábrico y las imágenes tomadas desde un helicóptero mostraban el animal agonizante aguantando las trompadas del temporal y, entonces, el sobresalto al oír su nombre pronunciado por el locutor: el Terín, de Tapia de Casariego. Entre las lanchas, en la fotografía, el humo de los voladores. En el cielo, como si fueran pequeños cometas, el estallido. Hay un cierto orden en la disposición de la gente que acompaña la imagen de la patrona. A su alrededor se ven mujeres y niños. Justo detrás, el séquito con el párroco, los marineros, las autoridades municipales y el comandante del puesto de la Guardia Civil de la Atalaya. Después hay un cierto vacío que poco a poco va completándose con algunos grupos de personas. Y a la altura de la Rula se ve una doble alineación de niños, de menor a mayor. La mañana del día del Carmen de hace cuarenta y dos años era radiante, aunque el horizonte deja ver, más allá del Rocín y del muelle de fora y de la peña del Hórreo una acumulación de nubes blancas, como una lejana cordillera montañosa nevada más allá del mar. El muelle, básicamente, estaba igual que ahora. Nosotros, no. En mi cuenta se anotan ya demasiadas ausencias: falta mi padre, que inmortalizó la serie del sesenta y cinco en tres imágenes y luego escribió en su dorso "Tapia, Julio 65" con esa caligrafía limpia que yo nunca alcancé a tener. Falta mi madre, que estoy seguro andaría junto a Sara en el grupo de mujeres que anticipan al cortejo oficial y la imagen de la patrona justo frente al local de los futbolines, luego bar El Faro, donde años después escuchamos a los Rolling con su Angie o el Chiquitita de Abba o el Gloria de Humberto Tozzi. También faltan, y seguro que están entre las figuras a las que resulta imposible poner cara en una de esas tres fotos combadas en papel Valca rígido de una radiante mañana de julio de hace cuarenta y dos años, Fernando y Concha, Tino, Jesusa, Carmen La Muriega, Paco Quintana. Y, también, Enrique y Elvira, del Trobo. El patrón y la abuela, con la Marita en el fondo de la memoria. Todos fueron quedando inmortalizados, de una forma u otra, en la retina personal que vio cómo la punta del Muelle se convertía, por un día, en alfombra floral, y a los marineritos los sustituían paisanos, y los niños y niñas vestían trajes regionales nunca vistos, y las bandas de gaiteiros llegados desde la vecina Galicia, o desde el corazón del Principado, ponían música a la fiesta y se inauguraba en el muelle un monumento, en el 92, a la Virgen del Carmen y los ecos de las música que ofrecían las bandas y conjuntos en los quioscos del Parque remitían a otras madrugadas definitivamente perdidas y entrevistas en la tiniebla del desván de El Trobo, y el pueblo viniéndose abajo con las atronadoras salvas de cohetes que anunciaban el día grande desde bien temprano. Son muchos los recuerdos que me asaltan, desprevenido, al contemplar estas tres fotos en blanco y negro que conforman la serie del sesenta y cinco. Son las fiestas del Carmen otro año más. Es Tapia.
Nota.- Este texto y las tres fotografías han sido incluidos en el programa de fiestas del Carmen 2007 editado por el ayuntamiento tapiego.

11/7/07

En otro cumpleaños, hace un año

Dos años. Miguel, con la ropa límpia, el pelo todavía mojado, me toma con su mano y golpea, con la otra, la alfombra en la que se dibuja un callejero imaginario de edificios planos y ordenado urbanismo. Nos sentamos sobre ella. La persiana echada apenas deja pasar unos hilos de luz que se deshacen como jirones en la oscuridad de esta hora postrera de la tarde. En el techo de la habitación, desvaídas, discurren mecánicamente estrellas, ositos y una luna creciente al ritmo electrónico de una canción de cuna made in Korea. Fidel, dicen, los noticieros, enfrenta su última batalla. En Tiro, biblicamente, estallan las bombas que descargan los bombarderos israelíes. Irak, un baño diario de sangre. La comunidad internacional es un muñeco de trapo. Miguel apoya su cabeza en mi hombro, aprieta mi mano, señala el techo. Uno, por un instante, cede a la tentación de creer en la esperanza. Es sólo un momento de flaqueza.

Nota.- El esbozo de esta breve nota la escribí hace un año. Hoy mi hijo Miguel cumple tres años. Sólo me queda reafirmarme en la desesperanza por este mundo en que le tocará vivir.

2/7/07

Parafraseando a Bush

Hoy ya podemos afirmar/con solemnidad/y otra vez/en propia carne/que este mundo es mucho más seguro.

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