29/7/10

Un aniversario: Francisco Javier Egea

Javier Egea, poeta granadino (1952-1999)
Esta mañana he recibido un e-mail del albacea de la obra del poeta granadino Javier Egea, José Luis Alcántara. Me recordaba que hoy, precisamente, se cumplían once años de aquel fatídico día en que Egea decidió quitarse la vida con un disparo de una escopeta de caza. Trabajamos, atrapados por el desdén del verano, en la edición para este próximo otoño del primer volumen de la poesía completa de Egea. El libro, prologado por Manuel Rico, recogerá -ordenada cronológicamente por su fecha de escritura- toda la obra publicada de Egea, profusamente anotada por el propio Alcántara y Juan Antonio Hernández García. Estoy seguro de que se trata de uno de esos proyectos que marcan un antes y un después en el catálogo de cualquier editorial y siento ya, pese al paréntesis veraniego, la impaciencia de octubre y las ganas de tenerlo entre mis manos. Pero el acuerdo que tenemos con los herederos de Egea es más ambicioso: comprende también toda su poesía inédita y la vasta obra en prosa que nos legó. Mientras el calor de esta tarde de un julilo que se extingue penetra, con los ruidos de la calle, por la ventana abierta, releo la reciente edición que la sevillana Point de Lunettes ha publicado de Paseo de los Tristes y la lectura que Pío Alcántara realizó en su presentación en Granada.

22/7/10

En Orihuela, bajo el sol de julio

Tan mal se están poniendo las cosas que uno, al final, va a tener que pedir permiso para poder editar libros o escribir en prensa. Lo digo por el comentario que un anónimo visitante de este blog dejó, hace unos días, en el de los Addison. Se piensa la gentucilla que todos somos Fabra o El Bigotes. A tal nivel de cansancio lleva la cosa que a uno se le quitan las ganas de entrar al trapo. Insisto, colaborar con cierta regularidad en un periódico no te convierte en otra cosa más que en un esforzado trabajador. Y si vengo haciéndolo desde el 98 en el diario El Mundo con mis artículos y crónicas viajeras es porque, como buen freelance, una de mis pocas virtudes es la tenacidady no porque se obtenga ningún beneficio adicional. Sigo pudiendo cruzarme por la calle con cualquier miembro de la redacción de El Cultural sin que yo sepa quienes son ni ellos quién soy yo. Pero esto, al parecer, para algún poetilla es difícil de comprender. Pues lo siento, no voy a pedir perdón ni a seguir haciendo bandera de ello.

Ayer estuve, en una vista relámpago, paseando unas horas por la ciudad natal de Miguel Hernández. Del centenario apenas de percibe nada: el palmeral está tan desolado como siempre; la morera y la higuera, en el huerto trasero de la casa-museo, esplendorosas; la calle de Arriba parece un mosaico multicolor de tan remozada. Frente a la casa natal del poeta han abierto un chiringuito donde se puede comprar el merchandasing del evento. Y poco más: la exposición de la Fundación estaba tomada por otra exposición de pinturas sin mayor interés y, eso sí, hacía un sol que derretía a los lagartos. Descubrí, durante el paseo, el museo de las murallas de Orihuela, un impresionante yacimiento soterrado donde se muestran las excavaciones arqueológicas realizadas en torno a la primitiva alcazaba almohade. Y compré dos ediciones facsimiles de libros de Miguel Hernández: una de El rayo que no cesa y otra de los Dos cuentos para Manolillo (para cuando sepa leer), para mis hijos, para cuando sepan leer.

Luego acabé la jornada cenando en Murcia capital con José Antonio Martínez Muñoz, autor de Bartleby (El viento de la Gehena) y emprendí rumbo a Madrid bien entrada la noche. Conducir en la soledad de la autovía es un pequeño placer.

7/7/10

El mismo mar de todos los veranos

El título de la novela de Esther Tusquets me acompaña durante los largos meses del invierno asomando su lomo desde la librería. Es una compañía que dura ya más de veinte años. Un título valioso. Un cofre. Contiene recuerdos de una infancia cada vez más lejana y feliz (en la distancia). Una niñez que ahora sólo evocan fotografías en blanco y negro amontonadas en un cajón. Muy parecida, en cierta manera, a la que ahora yo me empeño en almacenar en imagenes digitales para que mis hijos, dentro de muchos años, puedan amasar también gratos recuerdos de sus veranos. Contiene ese cofre, también, láminas de una adolescencia frenética por los agudos acantilados de isla Tapia, interminables tardes de pesca en el muelle de "fora" que acababan, a lo sumo, con el pobre botín de unos farros y alguna maragota. Y noches acechando el cielo cuajado de estrellas. A mí me gustaba fantasear siguiendo la línea oscura de la costa con las luces que se veían a lo lejos y que presagiaban vidas desconocidas, anhelos inalcanzables de otros que, tal vez, en un juego recíproco, sentados en otro malecón, mirasen la costa y el destello intermitente del faro de isla Tapia en esos momentos. De repente, en la quietud de la playa tan sólo amenazada por el incesante rugir que las olas, en la bajamar, traen a nuestros oídos, ha soplado con fuerza una ráfaga de viento del nordes. El aire, frío, se mete por mis fosas nasales y comprime el aroma de todos esos otros veranos ya sólo bosquejados, con vaguedad, en mi memoria. Soy al fin consciente, después de cinco días de lluvia mansa, de que el Cantábrico nos saluda de nuevo, otro año más. Y que es el mismo mar de todos los veranos. Nosotros, sin embargo, ya no.

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