29/4/09

Con Giovanna Rivero en Alcalá

Ayer comí con Giovanna Rivero en la cafetería de la Residencia San Ildefonso, en la vieja universidad de Alcalá de Henares. De ella escribió en su día el novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, que es una de las escritoras latinoamericanas más importantes del momento. Rivero vuela mañana de regreso a Bolivia: ha estado participando en el Festival de la Palabra junto con otros tres escritores del otro lado del Atlántico (Tryno Maldonado, Andrea Jefatnovic y Juan Terranova). Nos reímos recordando las palabras del otro día de Juan Marsé durante el acto en el que por fin, después de meses y estaciones en que habíamos intercambiado multitud de correos-e, nos conocimos en persona: el barcelonés añoraba los tiempos en que la relación autor-editor estaba más humanizada. Recordó cómo era la suya, y la de otros escritores que empezaban entonces, con Carlos Barral y deploró que ahora las grandes editoriales estén repletas de eficaces ejecutivos con los que un novelista apenas tiene contacto.

Conocí la obra narrativa de Giovanna a finales del verano pasado. La lectura de un artículo en una revista digital me llevó a una búsqueda en Google. De un enlace a otro hasta que pude dar con un relato suyo en algún otro rincón remoto de la red. Me fascinó de inmediato la potencia de su palabra y el torrente de imágenes y mundos que maneja. Recuerdo que escribí a su editorial boliviana y ellos me contestaron rápidamente con su e-mail: Giovanna trabajaba durante unos meses en la Universidad de Florida con una beca del Programa Fulbright-LASPAU. Ayer conversamos de las interioridades del mundo editorial en España, de las tribulaciones de la edición independiente y de las posibilidades que podría tener en ese contexto un libro como Niñas y detectives. Y otros cuentos con sangre dulce, que es la recopilación de relatos que en pocos días tendremos en la calle. Lástima que ella no pueda estar en Madrid durante la próxima Feria del Libro. Hablamos de nuestras preocupaciones personales, de los planes para los próximos meses, de sus hijos y de los míos, de nuestras ex parejas, de la situación política en Bolivia y el departamento de Santa Cruz (de donde ella es natural). Compartimos luego un menú con rancio sabor a rancho de estudiante. Y hasta nos quedó tiempo para analizar la influencia de los astros en nuestras circunstancias actuales. Son encuentros de los que uno regresa fortalecido en su estado de ánimo (ya me ocurrió hace un par de semanas mientras cenaba con otro de nuestros escritores-amigo, el barcelonés Eduardo Moga, de paso por Madrid y rumbo a Cosmopoética). Y convencido de que, en efecto, no todo van a ser sobresaltos en la vida del pequeño editor.

27/4/09

Aliento atlántico a un mes del comienzo de la Feria del Libro

Tiene la primavera madrileña una semana de máximo esplendor: la última del mes de abril. Es un entretiempo castellano y, por ello, breve, intenso, desbordante en aromas vegetales y luz. Anticipo de que el estío espera ya, pacientemente embozado, para hacer su desembarco agostando las eras ahora preñadas de hierbajos que ocultan -por unos días- la cara más fea de la ciudad y sus arrabales. Luego regresarán las amapolas a las cunetas de la M-40, el calvario de los asmáticos y el rigor del infierno por unos meses.

Suelo acudir por estas fechas al parque de El Retiro con la fe del peregrino, año tras año, porque es uno de los pocos espacios de evocación que le quedan a la estación en el Madrid postmoderno (lo es ya tanto que, hasta una exposición urbana de Juan Ripollés, la inaugura una concejala tan remozada como Ana Botella). A lo que iba: mañana se realizará en la sede del Gremio de Editores el sorteo para la ubicación de las editoriales, librerías y distribuidoras en el Paseo de Coches durante la próxima Feria del Libro. Apenas queda un mes para que la misma comience. Un parpadeo y estaremos sumergidos de nuevo en la deseada vorágine anual del libro impreso. El tiempo, en efecto, vuela. Esperemos que la suerte no nos sea esquiva y podamos disfrutar de una buena ubicación: en el lado de la sombra y al principio del Paseo.

Así que ayer, cumpliendo con ese rito inaplazable, acudí con mis dos hijos al parque a primera hora de la tarde. Era una sobremesa insospechadamente fría. Los negros nubarrones colgaban del cielo amenazantes y, de tanto en tanto, una furiosa cortina de agua obligaba a los escasos transeúntes a buscar refugio bajo sus paraguas y las colmadas hileras de castaños. Una hora en que el parque aparecía casi desierto y el silencio multiplicaba el sonido de las gotas de agua al rebotar en los paseos, el trino aislado de los pájaros y las pisadas fugaces de los paseantes. La hierba refulgía en las vacías praderas y, por un instante, arrobado por el murmullo del agua de las fuentes, con el aire frío aleteando en las mejillas, El Retiro se transmutó en un bosque con claras evocaciones norteñas y creí pasear por una espesa arboleda atlántica.

La pequeña Sara dormitaba en el cochecito y Miguel pedaleaba con velocidad por el asfalto que rodea al estanque, despejado ahora de turistas, vendedores ambulantes, policías municipales y de esos enquistados artistas infantiles que llevan aburriendo con las mismas marionetas a los niños de Madrid desde hace siglos. El norte había encontrado un umbral en el espacio-tiempo, colándose en la primavera madrileña por unas horas, tal vez unos días, lo que alcance a perdurar el paso de la borrasca. Fue una legítima manifestación de melancolía, lo sé. Pero es que el parque de El Retiro, en la última semana de abril, siempre nos aguarda con alguna sorpresa dulce que justifica la liturgia del paseante.

24/4/09

Marsé: el que avisa no es traidor


Mi primer recuerdo acerca de Juan Marsé se remonta a los últimos años de la infancia. Es una imagen que se pierde en la desidia del paso del tiempo y que, por contra, se mantiene en la memoria con unos bordes tan nítidos como la fotografía de mi madre planchando la ropa en la salita de nuestra vivienda familiar en una tarde taurina, primaveral como ésta, y con la luz del sol haciendo un vericueto imposible para iluminar una esquina de la estancia de nuestro primero interior derecha. Como ese olor a colada seca y recién recogida del tendedero que ya nunca me ha abandonado.

La foto de la memoria de Marsé me remite al cuarto de mi hermana, tres años mayor que yo, y por entonces una adolescente desconocida. En las paredes de su habitación estuvo colgado durante mucho tiempo un cartel promocional de una novela a la que yo luego tardaría años en hincar el diente (y con gusto, con mucho gusto): Últimas tardes con Teresa. El recuerdo del cartel y de aquellos años se diluyó en mi cabeza hasta que mucho después, y fruto de ese desorden de lecturas que forman mi biblioteca personal, un caos alimentado por la intuición y el desconcierto, empecé a leer -ya conscientemente- a Juan Marsé con una voracidad que sólo compite, en vehemencia, con la ceguera del enamorado. Me lo leí todo, novela tras novela, demorándome en las páginas de cada una de ellas cada vez que el final del libro se intuía próximo. Lo devoré como sólo se lee la literatura que nos trasciende por encima de modas y augurios: con la curiosidad y la pasión del que sabe cómo se la juegan el autor y sus lectores entre las páginas de un libro.

Si alguien me preguntara ahora, después de tanto tiempo y lecturas, cuál es una de mis novelas preferidas diría que, sin duda, Si te dicen que caí. Por eso he acudido esta mañana al salón de actos de la vieja universidad alcalaína cuando un amigo, Manuel Rico, me ha comentado que Marsé participaba en una mesa redonda acerca de esta obra con motivo del Festival de la Palabra que organiza la propia Universidad y a cuenta de la recientísima edición (por parte del Fondo de Cultura Económica y de la misma universidad, dentro de la Biblioteca Premios Cervantes) del manuscrito original de esta novela. Destaco lo de "original" porque el volumen no tiene desperdicio: incluye los tres informes que la censura franquista elaboró sobre el mismo (recordemos que la primera edición de la novela se publicó en México en el año 73), además de varios textos escritos aquí y allá por el propio Marsé acerca del universo íntimo que late en la misma y una interesante entrevista que le hizo, hace años, Arcadi Espada.

Cuando meses atrás se hizo público el fallo del premio Cervantes no pude ocultar una sensación de felicidad. Son tantas, y tan variadas, las decepciones acumuladas por las sucesivas concesiones de los premios nacionales de nuestras letras, tantos los amiguismos e intereses personales que transitan sin pudor entre jurados y festines con canapés que, de repente, encontrar que el galardón recaía en uno de los nuestros, un tipo sin más formación literaria específica que la de sus lecturas pero con una capacidad para captar historias y contarlas como nadie, un hombre poco dado a las comparecencias públicas y más amigo de la aventura narrativa que de la teorización literaria, un escritor comprometido con los suyos y que había sufrido la censura de los perros de presa del régimen franquista, que mi alegría fue inmensa. Recuerdo que comenté alborozado la noticia en casa y también que telefoneé a algunos amigos para compartir ese momento. Y hoy, sentado en el salón de actos de la universidad alcalaína, entre jóvenes estudiantes, escolares de la ESO, viejos libreros, críticos de cine y lectores entregados (también justo por detrás de su familia: su mujer, sus hijos y nietos), sentado al lado de la escritora boliviana Giovanna Rivero (invitada por el Festival de la Palabra y que muy pronto publicará su primer libro de ficción en España en nuestra colección Narrativa Bartleby) no he podido más que emocionarme nuevamente y disfrutar de las divertidas anécdotas que han ido desgranando Marsé y sus amigos (Josep Martí Gómez y Joan de la Sagarra). Anécdotas como aquella respuesta que le dieron a un juez Marsé y Manolo Vázquez Montalbán cuando se les acusó de pervertir el sentido del cuento de Caperucita Roja en no recuerdo cuál publicación: "Mire usted, señor juez, lo único que pretendíamos es que el pobre lobo disfrutara un poco".

Si mi padre viviera sería tres años más joven que Marsé. Nunca me han sido ajenas, por tanto, esas historias de barriadas en los extrarradios de una gran ciudad (Madrid, en nuestro caso), de casas bajas y fuentes públicas en plazas destartaladas, de calles embarradas y agua congelada en los charcos, de muchachos lanzándose calle abajo montados en rudimentarios vehículos de madera con rodamientos y guiados por la pericia que sólo las muchas cicatrices en la piernas procuran. Recuerdo a mi padre contándome, en alguna tarde ya definitivamente perdida en el tiempo, cómo bajaba un arroyo por no sé qué zona de nuestro barrio, luego convertida en la calle tal, erial por donde ellos corrían y jugaban de chavales. Tal vez por ahí venga mi afinidad con el territorio Marsé (que años más tarde intenté plasmar en un frustrado proyecto fotográfico sobre la Barcelona del pijoaparte y el Madrid de García Hortelano). Es una memoria de una ciudad que nunca más existirá pero que todavía husmeo cuando transito por algún barrio de las afueras cercenado ahora por la herida de asfalto de la M-40 o la M-50, o por algunos míseros polígonos industriales que parecen trasplantados a nuestros días directamente desde los años 70. Y recuerdo, también, el miedo callado de mi padre cuando en algún momento alguien ponía encima de la mesa algún comentario relacionado con el régimen. Era el miedo de los perdedores, pánico inoculado en una posguerra de frío, hambre, humillaciones y miseria.

Dice hoy Raúl del Pozo, en su columna en la última de El Mundo, a cuenta de Marsé y de su Cervantes que "seguimos obsesionados por nosotros mismos, rumiando nuestras anomalías en una guerra de recuerdos entre malos y buenos. Siempre inactuales". Mientras, leo entre las páginas de esta preciosa edición de Si te dicen que caí el arriesgado texto que con el seudónimo de Sarnita firmó el propio Marsé en su columna semanal de la desaparecida revista barcelonesa en la que se ganaba la vida como redactor-jefe por aquel entonces: diles a esos timoratos que detrás del supuesto huracán de intenciones de una novela suele silbar el viento perdido de la infancia común y corriente, sólo eso./.../Y en tanto el poder sigue usufructuando en exclusiva la memoria de unos hechos que nos pertenecen,..., prohibiéndonos hacer el recuento de lo ocurrido, brindaré por nosotros, por nuestras humildes aventis y por nuestra insobornable voluntad de contárselas a quien quiera oírlas. Y en ello continúa. Gracias, Juan.

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