Dos años. Miguel, con la ropa límpia, el pelo todavía mojado, me toma con su mano y golpea, con la otra, la alfombra en la que se dibuja un callejero imaginario de edificios planos y ordenado urbanismo. Nos sentamos sobre ella. La persiana echada apenas deja pasar unos hilos de luz que se deshacen como jirones en la oscuridad de esta hora postrera de la tarde. En el techo de la habitación, desvaídas, discurren mecánicamente estrellas, ositos y una luna creciente al ritmo electrónico de una canción de cuna made in Korea. Fidel, dicen, los noticieros, enfrenta su última batalla. En Tiro, biblicamente, estallan las bombas que descargan los bombarderos israelíes. Irak, un baño diario de sangre. La comunidad internacional es un muñeco de trapo. Miguel apoya su cabeza en mi hombro, aprieta mi mano, señala el techo. Uno, por un instante, cede a la tentación de creer en la esperanza. Es sólo un momento de flaqueza.
Nota.- El esbozo de esta breve nota la escribí hace un año. Hoy mi hijo Miguel cumple tres años. Sólo me queda reafirmarme en la desesperanza por este mundo en que le tocará vivir.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
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