La serie de tres fotografías cayó por casualidad en mis manos. Andaba buscando otra foto en una vieja caja donde guardamos las instantáneas en papel que componen la memoria de la familia. Ahí aparecen todos los que ya no están: jóvenes, delgados, sonrientes. Celebrando bodas, cumpleaños, paellas junto a un río y lejanos viajes a las Canarias. También aparecemos nosotros, los que aún quedamos, soplando velas, rodeados de primos o protegidos por los brazos de los padres. Estas fotos son también, en buena media, el retrato en sepia de la España de los años sesenta, un país herido de franquismo y anhelos frustrados. La serie con tres fotografías del sesenta y cinco, en un acartonado papel mate de Valca, muestran el muelle de Tapia en dos tomas y la calle frente a la actual Casa de Cultura donde se levantaban, enfrentadas, la farmacia de López Cancio, la vivienda del médico, don Raúl, y la tienda de uno de los hermanos Súcaro. Las del muelle, tomadas un 16 de julio de hace cuarenta y dos años, con la marea un poquito más abajo de las escaleras de piedra que hay delante del banco de la Rula, dejan ver el ribeiro donde muchos años después escarbaríamos con la garrucha buscando la xorra que nos serviría de cebo. También dejan ver el fondo arenoso, cubierto de verdín, en el que Juanjo despuntaba como mejor pescador de salmonetes en cuanto subía la marea y las aguas lo cubrían todo un poco bíblicamente (aunque fuera por unas horas). Casi en la punta del muelle se alinean cuatro barcos. Todavía recuerdo, en el oscuro viaje de la niñez a la adolescencia, el revuelo que se montaba cuando iban arribando al puerto de Tapia –en los días previos a la gran fiesta- los grandes barcos que venían de hacer el Gran Sol. Todos los guajes queríamos subir al Terín, sentarnos en la proa. Pero valían igual la María Tobalina o el Villaselán. Hay cuatro barcos alineados en la punta del muelle. El más grande, el Terín. Me viene a la cabeza una sobremesa de invierno, en Madrid, cuando el noticiero de TVE habló de un barco que se hundía en el Cantábrico y las imágenes tomadas desde un helicóptero mostraban el animal agonizante aguantando las trompadas del temporal y, entonces, el sobresalto al oír su nombre pronunciado por el locutor: el Terín, de Tapia de Casariego. Entre las lanchas, en la fotografía, el humo de los voladores. En el cielo, como si fueran pequeños cometas, el estallido. Hay un cierto orden en la disposición de la gente que acompaña la imagen de la patrona. A su alrededor se ven mujeres y niños. Justo detrás, el séquito con el párroco, los marineros, las autoridades municipales y el comandante del puesto de la Guardia Civil de la Atalaya. Después hay un cierto vacío que poco a poco va completándose con algunos grupos de personas. Y a la altura de la Rula se ve una doble alineación de niños, de menor a mayor. La mañana del día del Carmen de hace cuarenta y dos años era radiante, aunque el horizonte deja ver, más allá del Rocín y del muelle de fora y de la peña del Hórreo una acumulación de nubes blancas, como una lejana cordillera montañosa nevada más allá del mar. El muelle, básicamente, estaba igual que ahora. Nosotros, no. En mi cuenta se anotan ya demasiadas ausencias: falta mi padre, que inmortalizó la serie del sesenta y cinco en tres imágenes y luego escribió en su dorso "Tapia, Julio 65" con esa caligrafía limpia que yo nunca alcancé a tener. Falta mi madre, que estoy seguro andaría junto a Sara en el grupo de mujeres que anticipan al cortejo oficial y la imagen de la patrona justo frente al local de los futbolines, luego bar El Faro, donde años después escuchamos a los Rolling con su Angie o el Chiquitita de Abba o el Gloria de Humberto Tozzi. También faltan, y seguro que están entre las figuras a las que resulta imposible poner cara en una de esas tres fotos combadas en papel Valca rígido de una radiante mañana de julio de hace cuarenta y dos años, Fernando y Concha, Tino, Jesusa, Carmen La Muriega, Paco Quintana. Y, también, Enrique y Elvira, del Trobo. El patrón y la abuela, con la Marita en el fondo de la memoria. Todos fueron quedando inmortalizados, de una forma u otra, en la retina personal que vio cómo la punta del Muelle se convertía, por un día, en alfombra floral, y a los marineritos los sustituían paisanos, y los niños y niñas vestían trajes regionales nunca vistos, y las bandas de gaiteiros llegados desde la vecina Galicia, o desde el corazón del Principado, ponían música a la fiesta y se inauguraba en el muelle un monumento, en el 92, a la Virgen del Carmen y los ecos de las música que ofrecían las bandas y conjuntos en los quioscos del Parque remitían a otras madrugadas definitivamente perdidas y entrevistas en la tiniebla del desván de El Trobo, y el pueblo viniéndose abajo con las atronadoras salvas de cohetes que anunciaban el día grande desde bien temprano. Son muchos los recuerdos que me asaltan, desprevenido, al contemplar estas tres fotos en blanco y negro que conforman la serie del sesenta y cinco. Son las fiestas del Carmen otro año más. Es Tapia.
Nota.- Este texto y las tres fotografías han sido incluidos en el programa de fiestas del Carmen 2007 editado por el ayuntamiento tapiego.
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