5/1/08

Seis de enero

Metió un mordisco al Roscón intentando, con la otra mano, que la nata no cayera en el man­tel, manchándolo. En la habitación contigua los regalos se alineaban orde­nados sobre la cama. Cerró los ojos y, a pesar del tabique que separaba una estancia de la otra, pudo ver los paquetes pul­cramente envueltos y anuda­dos con esas cintas doradas que se retorcían en las puntas como virutas de madera recién cepi­llada.

La evocación de las virutas le trajo el recuerdo perdido de otros mañanas de Reyes, cuando el olor a serrín del taller de carpintería familiar penetraba por toda la casa y él se despertaba tem­prano y corría descalzo a la salita y descubría, junto a los zapatos, los regalos que los Magos de Oriente habían dejado allí durante la noche. Recordó el alboro­to que seguía al descubri­miento y como, invaria­blemente, cada uno de los hermanos prefería el rega­lo que habían recibido Tos otros. Cosas de niños.

Pensaba cómo fue cediendo la ilusión de aquellos primeros años. Tan lejanos ahora que casi sólo existían gracias a las viejas fotos amarillentas y combadas que guardaba en un cajón. Intentó recor­dar el día aciago en que algún compañero del colegio le confirmó la sospe­cha sobre quiénes eran esos mágicos monarcas nocturnos que violaban amistosamente el calor de las casas para dejar presentes a los niños buenos y, también, a los que no lo eran tanto. Lo intentó de corazón, pero no venía a su recuer­do esa fecha.

En realidad toda la infancia había quedado convertida en un gran baúl del que extraer, de vez en cuando, alguna certe­za perenne: es en ésa edad donde levantamos el frágil edificio que la madurez irá ajando con sus renuncias. Aunque no importa tanto cuándo se van desvaneciendo las quimeras con que los adultos esbozan el mundo a sus pequeños, las idas y veni­das del ratoncito Pérez, los vuelos a París de las cigüeñas, el día de Reyes. Lo relevante es la ensoñación que acompa­ña tales construcciones, el convencimiento de que sin sus sueños el hombre es un animal herido de muerte.

Por eso supo que, pese a los pragmáticos de cualquier edad, era poseedor y guardián de un pequeño tesoro. Y que ese día iba a traspasar la ilu­sión a otros corazones. Cora­zones pequeños que crecerán con los años y continuarán avivando el rescoldo del secreto. Daba otro mordisco al Roscón cuando notó un objeto minúsculo dentro del pastel. En ese momento los niños comenzaron a gritar jubilosos al otro lado del tabi­que. Seis de Enero, por la mañana.

2/1/08

Al final del pasillo

Desde el final del pasillo, en las horas lentas de la madrugada, me llega el familiar sonido del cerrojo cuando mi padre vuelve a casa tras su turno de noche en el trabajo. El pasillo hace de correa de transmisión y, si cierro los ojos ahora, todavía puedo escuchar el golpe apagado que hace la puerta de hierro del portal al cerrarse, el click del interruptor de la luz que ilumina la escalera, sus pasos subiendo hasta la primera planta del edificio en el que vivimos. También el sonido de las llaves al girar en la cerradura y descorrer el cerrojo que devuelve mis miedos al cajón. Al final del pasillo veo con cierta claridad, en el duermevela de la niñez, su figura acercarse hasta el cuarto donde yo debería estar dormido. En sus manos trae un ejemplar del diario ABC: la portada muestra una enorme fotografía del cometa Kohoutek. Me la enseña y luego me da un beso de buenas noches. Vuelvo a rendirme al sueño.

El pasillo es el cordón umbilical que comunicaba mi cuarto con el resto de la casa: a ambos lados quedaban las habitaciones de mis padres y de mi hermana, luego el cuarto de baño y, al final, el salón, la cocina, el recibidor. Se podría decir que por el pasillo transcurría toda la vida de la casa, el ir y venir de los días, la zozobra y el silencio. No había casa sin pasillo. Y no había pasillo sin habitación al final. Con sus secretos a buen recuado. En las modernas construcciones adosadas, sin embargo, el pasillo ha sido abolido. También en los minúsculos refugios que se postulan para solventar los problemas de acceso a la vivienda de los más jóvenes. Juanjo Millás, en su última novela, psicoanaliza el pasillo. Tal vez no se haya enterado de que es una especie en peligro de extinción, condenado a los guetos de los cascos históricos o las barriadas que crecieron en la posguerra, mordidas de silencio y ceniza. O tal vez sí, por eso reconstruye la memoria de su barrio, de su mundo, entre esas coordenadas en las que el pasillo de su casa, de cualquier casa, adquiere definitivamente una calidad irreal de escenario vivido una y otra vez. El mundo.

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