Ayer, con puntualidad un tanto británica,
las golondrinas abandonaron el nido que desde hace años ocupan en nuestra terraza. Este año regresaron con unos días de retraso. Fue a comienzos de abril. Lo sé porque el anterior había anotado la fecha en uno de mis cuadernos viajeros, uno de tapa dura y espiral con hojas cuadriculadas, en el que escribo cada vez con peor letra las incidencias y datos prácticos de nuestras escapadas. Con una semana de retraso, cuando abril se desperezaba, una mañana al ir a desayunar volvimos a encontrarnos con sus vuelos inverosímiles, su griterío, el reconocimiento de la vuelta a casa tras el largo viaje de ida y vuelta al Sur. También ayer Adriana, la señora que viene a casa para echarnos una mano con el tema de la plancha y la limpieza, llegaría a su casa. Un largo viaje de cuatro días en coche a través de media Europa, desde Madrid hasta Rumanía. El jueves pasado le brillaban sus ojos de una manera especial cuando nos despedimos. Ellos llevaban cuatro años sin regresar a su país. A veces, en las lentas mañanas del invierno madrileño, Adriana nos habla de una casa en el campo, de grandes árboles, de prados centelleantes y de su madre. El cuadro lo pinta la nostalgia, tal vez el pincel más eficaz. Las golondrinas regresaron a su nido a principios de abril. Fue una tarea de reconocimiento rutinaria. Luego se esfumaron durante dos largos meses. Pero, finalmente y cuando ya las echábamos de menos, volvieron para la puesta. El lugar elegido es magnífico: a resguardo, fresco, sin mucha molestia para criar y alimentar a sus polluelos. este año han crecido dentro del cofre de barro y ramitas cinco crías. Es difícil trasladar el barullo que montan las cinco cuando los padres traen el alimento. No sé distinguir cuál es el macho y cuál la hembra. Uno de ellos es más grande que el otro. Se posan en el respiradero de plástico de nuestra campana de cocina. Y desde allí vigilan día y noche a los suyos. Volvieron a principios de junio y pusieron sus huevos. Ayer conté hasta dieciséis golondrinas posadas en el toldo que protege el jardín vecino. Incluidas las siete de nuestro patio. A media tarde estaban otra vez revoloteando vertiginosamente en torno a la terraza. Igual que esta mañana. Ya sabemos que sólo regresarán al nido el próximo año, con el retorno de la primavera. Esta mañana Miguel cierra otro ciclo: es su último día en la escuela infantil. A mediados de septiembre comenzará el colegio. Resulta complicado explicar el vértigo que anticipan estos pequeños cambios en la vida de todos nosotros. La tiranía a la que nos somete, implacable, el calendario.
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