31/10/07

ENCENDIDO DE LAS ARGIZAIOLAS en Amezqueta (Guipúzcoa)


El encendido de las “argizaiolas”, es una de las pocas tradiciones religiosas ancestrales que se mantienen vivas en nuestro mundo rural. La “argizaiola” es una especie de vela, compuesta por cera de abeja y enrollada en una tablilla de madera, que cada Día de Difuntos se encendía en las sepulturas de los antepasados, en recuerdo e invocación de sus almas. La costumbre se mantiene en la iglesia parroquial de Amezketa, un pueblo de la vertiente guipuzcoana de la Sierra de Aralar. La luz por los difuntos se enciende durante la misa (a las 11 de la mañana): en el templo se conservan todavía las sepulturas que, en la tradición rural vasca, estaban inseparablemente ligadas con el suelo familiar, con la casa (etxea). Prohibidos hace 200 años los enterramientos en el interior de las iglesias, ha quedado viva la costumbre de prender las velas para llevar el fuego del hogar, simbólicamente, hasta los que ya no están.

19/10/07

Puerto del Pico y bajo Tiétar

"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí", escribió Monterroso. Este dinosaurio de corteza de piedra se avista mejor desde la cara norte, a la sombra del Almanzor, donde el Circo de Gredos asemeja una colosal espina dorsal. Es el terreno del canchal, de los neveros inalcanzables, del mohedal cerrado". Eso publiqué otro otoño, hace ahora siete años en el suplemento Motor y viajes de El Mundo. Podéis leerlo aquí. Idéntico estremecimiento al contemplar el barranco y la calzada romana desde el mirador mucho tiempo después...

16/10/07

Los rojos de Palancares


Palancares es un pueblo levantado en la vertiente sur del Macizo de Ayllón. Un poblacho más de ese corazón invisible de la Castilla sureña y montañosa donde pervive la arquitectura negra y roja y adónde sólo llegan aquellos que tienen el firme empeño de circular durante horas por carreteras comarcales que no conducen casi a ninguna parte. Comparado con otros pueblos olvidados de esta sierra que comparten Soria, Guadalajara, Madrid y Segovia, la fortuna de Palancares es que queda en el camino de Valverde de los Arroyos, otro rincón alejado de todo al que le ha salvado de la invisibilidad un vistoso salto de agua y la fama de sus danzantes, allá por el Corpus. De Tamajón a Valverde es fácil percibir la labor de zapa y destrucción que ejerció el extinto ICONA por estos términos: actuaciones impunes que acabaron, como en tantos otros lugares de nuestra geografía, con el bosque propio para repoblar con pinos. Pinares resineros que se convierten ahora en ceniza cada vez que el estío aprieta con sus abrasadores vahídos. Cuando uno circula entre Tamajón y Valverde le sorprende un detalle que tal vez, para otros, pasaría desapercibido: después de recorrer aproximadamente la mitad del camino de repente el renovado asfalto se transmuta en un viejo trazado que cercena el término municipal de Palancares para volver, algunos kilómetros después, a la perfección ya comentada. Los campos por los que atraviesa la infame carretera están rodeados por robles y castaños, bosque autóctono como le llama la jerga oficial de nuestros tiempos. Carretera infame y bosque autóctono: curiosa combinación. El maltrecho caserío de Palancares no ahuyenta la desazón del viajero: un puñado de modestas construcciones, algún tejado de uralita, corrales despanzurrados y gallinas sueltas picoteando entre la hierba compone todo el paisaje.
Hace dos años tuve que viajar a la zona para elaborar un artículo. El segundo día de la escapada decidí hacer un alto en el pueblo y fotografiar los carteles que colgaban en la espadaña de su iglesia. "Palancares en lucha contra el ICONA". Se referían a la batalla que mantuvieron algunos vecinos y militantes ecologistas contra la roturación de sus montes vecinales en la pasada década de los noventa. La historia de la resistencia de Palancares la cuentan otros mejor, como Pedro Cáceres.
Lo que quiero relatar es lo que me sucedió una mañana de hace sólo dos inviernos al bajar del vehículo en este pueblo perdido en mitad de la vertiente alcarreña del Macizo de Ayllón. Aquí vivían por entonces, en los meses más duros del año, tan sólo dos familias: no recuerdo bien quién salió primero, al escuchar el sonido de las ruedas de mi coche por la gravilla, para ofrecerme queso casero y miel. Recuerdo que fueron dos personas, un hombre y una mujer. Intercambiamos los saludos de rigor, comentarios despreocupados sobre la dureza del invierno o la sequía. Desconociendo el trasfondo del problema ecologista les pregunté qué pasaba para que el pueblo fuera condenado a un tramo de carretera repleta de baches y que, sin embargo, disfrutara de tan magníficos bosques. La mujer, una enjuta y reseca señora de nariz aguileña y pómulos marcados por la soledad me dijo: "Han sido los rojos". La miré con cierto asombro. "Sí, sí. Desde que ellos vinieron mi hermano se alistó con los nacionales y nunca más hemos vuelto a saber de él. Aún le esperamos". En sus ojos desbordaba el brillo opaco de las muchas noches en vela; sus gestos delataban cierto ademán que otros hubieran calificado de desvarío. Yo insistí: "Habrá sido el ICONA, señora". "Los rojos. Ellos, los que se llevaron a mi hermano". La mujer miraba por encima de su hombro como si de la espesura tamizada por los robles más cercanos fueran a salir, en cualquier instante, los milicianos a los que ella acusaba, sesenta años después, de la desaparición de su hermano, como si aquello hubiera ocurrido apenas unas horas atrás y todo el paisaje se tornara al fin en un gran escenario donde recrear viejas cuentas pendientes de restañar. Compré un tarro de miel y, regresando al coche, enfilé de nuevo la carretera a Tamajón con la extraña sensación de haber tropezado con una de esas puertas en las que el tiempo se desvanece, un umbral de inquietantes aristas en el que es fácil caer y extraviarse sin rumbo a sólo dos horas de Madrid.

12/10/07

Otoño en el valle del Tiétar (Ávila)



El miércoles pasado hice una breve escapada a la cara sur de Gredos, en el valle del Tiétar abulense. La desidia constructora de los setenta en Arenas de San Pedro, que sólo alcanza el umbral de belleza cuando el viajero se aleja y toma esa carretera vecinal que repta entre Guisando y Poyales del Hoyo, sigue siendo su mejor seña de identidad. Creo recordar alguna excursión durante la niñez para visitar Arenas y sus cuevas del Águila. Es un aroma tan desleido que sólo la fealdad de ciudad con apreturas que es Arenas de San Pedro acierta a despertar mi memoria. Menos mal que la densidad plomiza de Gredos, su imponente estampa, lo redime todo. Camino de Poyales y Candeleda se produce al fin el milagro: el viajero ha dejado el otroño gris y feo de la mañana madrileña y dos horas después ha sido capaz de retroceder en la máquina del tiempo para regresar a esta eterna primavera verde y florecida con que El Raso le saluda. Sólo la soledad de estos pueblos castellanos, llenos de calles desiertas en mitad de la semana otoñal, es capaz de ensombrecer el asombro por la luz de Gredos que tanto añora el viajero.

8/10/07

Estación de Cilleruelo de Abajo


Conduzco de regreso a casa por la autovía del Norte. Hay mucho tráfico. En estos últimos ocho años siempre hay mucho tráfico, incluso durante la semana. No importa por qué carretera circule uno. Hace años me gustaba escaparme con mi padre, los días de diario, por los rincones menos conocidos de Soria, de Burgos, de Guadalajara o de Segovia, esas carreteras comarcales que rodean la impenetrabilidad del macizo de Ayllón, sus pueblos de arquitectura negra o roja. O las estribaciones de los Picos de Urbión, enrevesadas carreteras que atraviesan profundos pinares donde sólo se escucha el murmullo del viento cuando sopla el frío aire otoñal de las montañas. También el olor a humo que anticipa el cambio de estación. Todavía hoy me produce una desazón indeterminada transitar por esas carreteras mínimas que circundan la alta estampa del Ocejón, su cañadas y cañones fluviales desahuciados para la vida moderna (Galve de Sorbe, Cantalojas. El Cardoso, Valverde, Campillo de Ranas). Aunque ya sea casi imposible buscar la soledad del buhonero perdido en las majadas más aisladas de la Castilla sureña y montañosa.
Hay mucho tráfico y un cartel indicador que inevitablemente llama mi atención cada vez que recorro este tramo de la autovía. Está situado a una treintena de kilómetros de Aranda de Duero, en el camino hacia Lerma. "Cilleruelo de Abajo. Estación de F. C." dice el cartel. Una más de las que levantaron los presos políticos en la década de los cuarenta en esta línea olvidada que recorre la espina dorsal de la Castilla reivindicada por los Carretero: la línea Madrid-Burgos-Irún. Tengo prisa pero muevo con rapidez los dedos de mi mano derecha. Ahora el tic-tac del indicador del vehículo interrumpe el sopor azul de la tarde. Altas nubes se estrellan a lo lejos contra los oscuros picachos del Guadarrama. Pronto el asfalto se convierte en pista de tierra. Cambio con dejadez la placidez del asfalto por la irregular herida parcheada de la arena. Estamos en la provincia de Burgos. La estación es una ruina. Alguien cerró hace tiempo las puertas y ventanas de su planta baja pero no sirvió de mucho, los vándalos han abierto boquetes en sus muros, garabateado en las paredes mensajes indescifrables. Lo mismo ocurre con los edificios aledaños, varados en el desasosiego y la dejadez. Bajo a la plataforma. Dos vías muestran el orín del óxido, el abandono de las instalaciones. La tercera, la más alejada a la vieja estación, conserva el acerado brillo que provoca el paso continuado de los trenes. Me estremezco recordando algunos pasajes de Trenes en la niebla, la novela que hace dos años publicó en Espasa Manuel Rico. El sol se estira en la meseta agostada. Las nubes barruntan el otoño. Sólo se escucha, a lo lejos, el ruido de los camiones que transitan por la autovía. Me apresuro a volver a casa. Atrás reverbera el silencio.

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