8/10/07

Estación de Cilleruelo de Abajo


Conduzco de regreso a casa por la autovía del Norte. Hay mucho tráfico. En estos últimos ocho años siempre hay mucho tráfico, incluso durante la semana. No importa por qué carretera circule uno. Hace años me gustaba escaparme con mi padre, los días de diario, por los rincones menos conocidos de Soria, de Burgos, de Guadalajara o de Segovia, esas carreteras comarcales que rodean la impenetrabilidad del macizo de Ayllón, sus pueblos de arquitectura negra o roja. O las estribaciones de los Picos de Urbión, enrevesadas carreteras que atraviesan profundos pinares donde sólo se escucha el murmullo del viento cuando sopla el frío aire otoñal de las montañas. También el olor a humo que anticipa el cambio de estación. Todavía hoy me produce una desazón indeterminada transitar por esas carreteras mínimas que circundan la alta estampa del Ocejón, su cañadas y cañones fluviales desahuciados para la vida moderna (Galve de Sorbe, Cantalojas. El Cardoso, Valverde, Campillo de Ranas). Aunque ya sea casi imposible buscar la soledad del buhonero perdido en las majadas más aisladas de la Castilla sureña y montañosa.
Hay mucho tráfico y un cartel indicador que inevitablemente llama mi atención cada vez que recorro este tramo de la autovía. Está situado a una treintena de kilómetros de Aranda de Duero, en el camino hacia Lerma. "Cilleruelo de Abajo. Estación de F. C." dice el cartel. Una más de las que levantaron los presos políticos en la década de los cuarenta en esta línea olvidada que recorre la espina dorsal de la Castilla reivindicada por los Carretero: la línea Madrid-Burgos-Irún. Tengo prisa pero muevo con rapidez los dedos de mi mano derecha. Ahora el tic-tac del indicador del vehículo interrumpe el sopor azul de la tarde. Altas nubes se estrellan a lo lejos contra los oscuros picachos del Guadarrama. Pronto el asfalto se convierte en pista de tierra. Cambio con dejadez la placidez del asfalto por la irregular herida parcheada de la arena. Estamos en la provincia de Burgos. La estación es una ruina. Alguien cerró hace tiempo las puertas y ventanas de su planta baja pero no sirvió de mucho, los vándalos han abierto boquetes en sus muros, garabateado en las paredes mensajes indescifrables. Lo mismo ocurre con los edificios aledaños, varados en el desasosiego y la dejadez. Bajo a la plataforma. Dos vías muestran el orín del óxido, el abandono de las instalaciones. La tercera, la más alejada a la vieja estación, conserva el acerado brillo que provoca el paso continuado de los trenes. Me estremezco recordando algunos pasajes de Trenes en la niebla, la novela que hace dos años publicó en Espasa Manuel Rico. El sol se estira en la meseta agostada. Las nubes barruntan el otoño. Sólo se escucha, a lo lejos, el ruido de los camiones que transitan por la autovía. Me apresuro a volver a casa. Atrás reverbera el silencio.

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