19/10/09

Los cantiles de Rivas


Es posible que los temores más perennes arañen nuestra conciencia desde los años de la infancia. La mía está enronchada a dos lugares difuminados por el crecimiento implacable de la gran metrópoli. Uno fue el poblado de infraviviendas de Las Cárcavas, pegado al pueblo de Hortaleza. Es el recuerdo de los juegos interminables y de las noches estrelladas. El otro, Canillejas. Con sus fábricas de hielo, su lavadero y una era enorme que limitaba con un horizonte de tapias de ladrillos rojos, sepulturas al sol y un puñado de cipreses exhaustos. En esa colección de miedos heredados de aquellos años infantiles ocupa un lugar destacado un dicho popular que mi madre nos repetía cada vez que regresabamos a casa desde Chinchón, después de alguna excursión de domingo, por la vieja y enrevesada cinta de asfalto que unía Arganda del Rey con Mejorada del Campo y Vicálvaro (en cuyo cementerio reposa buena parte de mi familia paterna): "En el Cristo de Rivas hay una higuera. Y el que baja a por higos, allí se queda". La estrofa resonaba hoy, una vez más en mi cabeza, cuando he tomado la bicicleta y atravesando las lagunas que alejan Velilla de San Antonio de la civilización, me he adentrado dando grandes pedaladas (para algo sirve machacarse en el gimnasio) en ese mundo detenido en el tiempo que es el Soto del Grillo. El camino se abre, entre la agostada vegetación ribereña, paralelo en todo momento al Jarama. Si los jerifaltes de la Comunidad de Madrid supieran que tienen este tesoro natural a dos pasos de la Puerta del Sol seguramente no estaría sometido a semejante abandono. A los restos de las edificaciones de las antiguas graveras, esqueletos de hormigón entre el follaje del soto, se les unen los campos roturados y las choperas cercenadas con cierto desdén vandálico. Apenas quedan rastros de la fértil vega: algunas ganaderías (sí, vacas a diez minutos en coche de Goya), impenetrables maizales y granjas equinas. En la soledad sólo se escucha el rumor del agua corriendo por el cauce y el sobresalto de las anátidas al paso del cicilista, con un escándalo de espumas y graznidos sobre la superficie turbia del río. La curiosidad me ha llevado al fin hasta la zona más agreste, justo donde se alza el antiguo convento y la iglesia del Cristo de Rivas. Era un deseo que llevaba aplazando cinco años y medio, como quien retrasa adrede una cita que sabe ineludible. Leo ahora, buscando en Google, que antes había allí una ermita del siglo XIII y, probablemente, una atalaya árabe pretérita. El emplazamiento impone, a la manera de Gil de Biedma: los paisajes demasiado bellos siempre inspiran angustia. Pero, con todo, ese temor grabado desde la infancia me ha obligado a dejar la bicicleta en el suelo y caminar, abriéndome paso entre las espesa vegetación, hasta la misma orilla del Jarama. Y, en efecto, arriba, creciendo en un equilibrio inverosimil sobre la pared vertical, engalanando con su dulzor verde la blancura terrosa del cantil, una higuera convertía, al fin, la cancioncilla infantil que atronaba en mi cabeza desde que nos vinimos a vivir aquí en un frío mes de enero de 2004 en una certeza. Para que luego alguien, cualquiera, venga a decirnos que no hay tampoco monstruos al acecho debajo de la cama.

1 comentario:

Eva Monzón dijo...

Contrastes, menos mal que existen, pereza de ir a buscarlos, tú los recuperas, nos los presentas y nos haces recordar los nuestros, los que quizá aceras y acero han destruido, o al contrario, como los tuyos, aún puedan encontrarse a pocos metros de la llamada civilización urbana, la misma que si la dejas, irá lapidando esas aguas, esa higuera. Ahora ese verso, lo llevaremos dentro más personas, y nos lo cantaremos como una letanía cada vez que descubramos paisajes bellos, cerca o lejos de ciudades, contaminaciones y ruido.

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