De entre todas las liturgias del veraneante yo me quedo, si hay que elegir, con el paseo hasta la punta del muelle para contemplar cada tarde (si es que la nubes y la meteorología lo permiten, asunto bastante importante por aquí) el ocaso; el momento en que esa gran pelota anaranjada se zambulle definitivamente en el horizonte hasta otro día. Ayer tuvimos una bella puesta de sol. Y yo olvidé mi cámara en el hueco de las escaleras de la casa desde la que ahora, ya desperezado, escribo estas líneas. Parece como si durante los lentos minutos en que el sol se acuesta todo se detuviera. Hay una calma irreal, las respiraciones se suspenden, nadie habla, todos miran a lo lejos, esbozan una teoría sobre la belleza en silencio, alaban las virtudes del estío, esgrimen los teléfonos móviles e inmortalizan el momento. En las terrazas, a salvo de otras tentaciones, las jarras de cerveza esperan pacientes mientras las miradas se pierden entre los destellos que llegan desde las lanchas y los malecones enfrentados que parecen, ahora, casi rozarse. Las siluetas de los pescadores, contra el reverbero, se convierten definitivamente en irreales, en parte del cuadro, en esencia de lo sublime. Todos nos sentimos mejores al calor de la puesta de sol. El tiempo queda suspendido del último rayo mientras la luz del astro ahogado se proyecta sobre el cielo y lo tiñe de tonalidades rosáceas inundando el fondo malva cada vez más con su último gemido de luz. Todo está, ya digo, en suspense. Entonces atrona una música de móvil y una voz gutural retumba en mitad de la escena, desperezándonos: "¿dónde dices que está la calle? Es que no la encuentro..."
Y así la magia se desvanece. Hasta el día siguiente. Y la gente continúa su camino. Yo, también.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
2 comentarios:
La misma realidad es quien mejor revienta esa otra realidad mágica que sólo unos pocos saben apreciar; esa imagen del mar apagándose a la vez que el faro se ilumina para que no se oscurezca nada del todo, o ese turista que lo fotografía sin más.
Cuál es más real, la que cuesta entender, o la que todos miran sin ver ... elegid.
En efecto, Pepo, la que cuentas es una de las liturgias del verano, de todos los veranos de la historia. Ayer yo viví otra liturgia en este refugio de fin de semana (hasta el 15 de agosto no lo será del verano) Gargantilla. Caminamos, ya de noche, bajo un cielo salpicado de estrellas y carretera adelante, desde el pueblo hasta un pequeño montículo junto a la carretera que va hasta Pinilla. Íbamos con una pareja amiga y nos dejamos llevar por la magia de la noche para charlar hasta que el frío nos acogió. Ése es uno de nuestros ritos. Un rito que me lleva a la infancia y a las noches de la Peñota de los 12 años, en la Soria cercana a Arcos de Jalón. En fin, que tu "liturgia" me ha animado. Seguramente esta noche escribiré una nueva entrada con este asunto como excusa.
Lamento que no te haya gustado "La carretera". A mí me gustó mucho. Creo que ese deambular sin que nada ocurra en medio de un paisaje devastado es el hilo conductor más perturbador de la novela.
Un abrazo y sigue con tus liturgias veraniegas.
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