11/6/07

Alto Ebro, por la cuna de la vieja Castilla


Valdelateja, a diez de junio de dos mil siete.

Contaba Jesús, un entusiasta defensor de estas tierras al que conocí hace unos años, en mi primer viaje por las Merindades, que los pueblos litorales tienen querencia por conocer de dónde manan las aguas que acaban vertiendo en sus mares. Apelando a un ritual que tiene mucho de iniciático, anhelan saber cómo es el país mágico que alimenta ese caudal, de qué color son sus montañas, cómo laten allí las estrellas, cuál es el aliento de sus bosques. Según esa teoría, corroborada al fulgor de los sarmientos y las tertulias nocturnas, los viajeros acuden hasta el Alto Ebro para descubrir las fuentes invisibles del río que luego se posará, con placidez de limo, en el azul del Mediterráneo, ese delta infinito. Y quedan prendados. No le falta razón.

Jesús era un castellano viejo de tierras más ásperas y sureñas pero, igual, aquí se quedó otro día, a la vera de un puente medieval, junto al campo que acogiera el primer pozo del sueño petrolífero de La Lora burgalesa en los años sesenta. De aquellos tiempos de efímera prosperidad quedan ahora poco más que varios barracones de piedra, una casa ocupada con las ventanas tapiadas y la amenaza que augura un horizonte repleto de molinos eólicos a medio plazo. También las chovas, que agitan su griterío como una proclama en lo alto de los farallones, a orilla del páramo.

Jesús tenía su refugio en Villanueva-Rampalay, junto a un río sin cartel que la intuición nos hace llamar Ebro, génesis de la tierra de los iberos.

La mirada de Delibes, a quien los achaques del tiempo y las enfermedades han exiliado definitivamente de su chalet de Sedano, anda aún trabada en estos valles donde surgiera el la repoblación foramontana que daría impulso a Castilla. "La vida es la cultura" admitía el candidato a diputado que el señor Cayo había conmovido en la trama de su célebre novela. Y de esa derrota novelesca parecen haber aprendido los más de noventa vecinos que han poblado el Valle de Zamanzas en los últimos años, convirtiéndolo en el municipio que más se ha rejuvenecido en las estadísticas de la Unión Europea. Robredo, Gallejones, Báscones, Ailanes, entre otros, son ahora pueblos con una media de edad de veintipocos años.

Muchos, los que se han quedado permanentemente, vinieron de Valladolid y de Santander. Trabajan de albañiles y carpinteros reconstruyendo pajares y casas despanzurradas. O fabrican queso. Otros, los que mantienen en la mayoría de los pueblos semivacíos los marcos de los vanos encalados, las puertas y postigos encendidos de vistosos brochazos rojos, azules o verdes, las grandes macetas de geranios a lo largo del balaustre de madera de las galerías norteñas, son los hijos de la emigración al País Vasco, que cada fin de semana vuelven la cabeza a estas tierras y a su embeleso de mundo sin hollar.
Con Jesús tuve, años después, la suerte de recorrer algunos de los rincones del Valle de Zamanzas, antes de que los generadores eólicos convirtieran muchos de sus horizontes en sucedaneos de lo que fueron no hace demasiado. Alguien me contó, meses después, en una rápida conversación telefónica, que Jesús había muerto.
La vida y la muerte, tan próximas y cotidianas como esta calurosa mañana del mes de junio en que Valdelateja parece un pueblo apenas abozetado sobre el curso del Rudrón, a los pies de la ermita de Santa Elena y Celona. Hay un paisano vendiendo quesos del país bajo una descolorida sombrilla de Frigo. El hombre se llama Manuel e invita a los visitantes, que por estas latitudes y aún siendo domingo no son pocos, a hincarle el diente a alguno de sus productos. Manuel ha comentado poco antes el fallecimiento de un convecino. Mañana será el entierro, dice. Y luego se vuelve a mirar el cañón, arriba, marcando el perfil del cielo de esta mañana de junio que huele a primavera y vida, y señala no sé qué con su dedo.
Unas esterillas, cuatro yugos de madera y la conversación de Manuel que aprovecha el paso de unos senderistas para recordar, de nuevo, cierta anécdota sobre el ya lejano rodaje de la película El disputado voto del señor Cayo. Y yo recuerdo cómo Jesús me contó, en otra tarde estival definitivamente perdida en la memoria, que el señor Cayo existió, que habitaba en un caserío de esos que no salen ni en los mapas del MOPU, al que se llega transitando una semi desaparecida pista de tierra, antaño asfaltada, y que murió hace unos años en algún hospital del área metropolitana de Bilbao, que es adónde van a morir los viejos de esta parte de Castilla, la Castilla más Cantábrica que vuestros sentidos podrán nunca disfrutar.

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