Burgos, a nueve de junio de dos mil siete.
Están instalados a ambos lados Arco de Santa María, uno en el Paseo del Espolón y el otro frente a las taquillas de la catedral gótica. Son dos tiovivos franceses, Ler Manège Magique, y hacen las delicias de padres y pequeños. Como si los mundos y artilugios de Leonardo da Vinci y de Julio Verne se hubieran unido para girar ante la mirada fascinada del viajero y animar a la divertida aventura de los niños burgaleses. Anuncian que estarán aquí, con su mágico reino circular, hasta el próximo diecisiete de junio. De fondo se escucha una melodía pegadiza, música que translada a otros mundos y otras historias.
Como la que entrevimos horas después al detener nuestro vehículo en una extraña isla surgida a medio camino entre el Puerto del Escudo y la capital provincial. Un vulgar edificio de piedra, cicatrizado por el aire frío que suele barrer las planicies de esta Siberia norteña que es el Páramo de Masa, alberga las instalaciones de un bar y un restaurante. Nos atiende una joven mulata, no más de veinticinco años. Lleva el pelo recogido atrás, en una coleta, y la mirada triste. En ese momento hay sólo dos parroquianos en la barra, girados hacia nostros. Parecen hermanos. Uno viste de domingo; el otro, con gesto y aires desdichados, lleva un mono azul. Una hilera de balas de distintos calibres se alinea sobre una pequeña campana que protege la máquina de hacer cafés, detrás de la barra. A los lados, pequeñas jarras de cerveza con unos manojos de hierbas aromáticas secas. La chica se sienta en un extremo de la barra, descuelga el teléfono y se pone a hablar. En la habitación apesta a tabaco negro. La barra se va poblando de paisanos. Hablan del fútbol, de los resultados de la noche del sábado. En un momento, tras la barra, un hombre de mediana edad sirve unas cervezas. Lleva en brazos una mulatita de apenas cinco años. La que parece su mujer anima la conversación con los paisanos. El desdichado agricultor de mono azul hace unos minutos que se fue. La joven de la trenza sigue en su rincón, con el teléfono en la mano, ajena a todo. La voz del locutor de la televisión se levanta sobre nuestras cabezas, amortigua las palabras de los parroquianos, nuestro silencio. Afuera el cálido viento aboceta caprichosas formas en el verde hinchado del trigal. Afuera, la primavera. Dentro, la intensa cuchilla del tabaco negro, los ojos perdidos de la mulata, la desdicha, con o sin el mono azul. El invierno.
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