8/6/07


Guimaraes, once de mayo de dos mil siete.
Recupero las apresuradas e incompletas anotaciones que tomé en el mismo lugar, en un agosto que agotaba ya su calendario, hace cuatro años: "mientras la tarde alarga las sombras en la plaza de Largo de Oliveira el viajero piensa que la lengua portuguesa parece creada para la tertulia. Sentados en una mesa a nuestra izquierda, dos hombres y una mujer charlan apaciblemente. Uno de ellos, pese a lo caluroso de la estación, calza zapatos calados y calcetines oscuros. Nada podría enturbiar la música de sus palabras. A nuestro lado, también, el olivo de la tradición, el baldaquino gótico y, como telón de fondo, la fachada limpia del templo románico.
Guimaraes, cuna del primitivo reino de Portugal, conjura las prisas del visitante. Son sus tiendas recoletas, el tiempo que parecería varado bajo los soportales pétreos, esos grandes aleros de madera que evocan una lluvia perdida en este agosto de incendios y sofocante tragedia muda".

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