Andaríamos por los seis o siete años. Un encerado verde, polvo de tiza en las yemas de los dedos. El castigo por hablar durante las lecciones fue penar el recreo en clase. En la distancia de los años todavía recuerdo su nombre: Gloria. Tampoco he olvidado el del delator: José Ramón.
Los hechos: un beso estampado en los labios de un pequeño de seis años. Sus intenciones también quedaron en mi recuerdo: te quiero. Así confesadas, por sorpresa y sin más preámbulos.
Las alegaciones (a su favor): me consta que fueron pronunciadas en la clandestinidad de una mañana de la infancia sin recreo, pero estoy seguro de que eran palabras sin dobleces, con la frescura de la que sólo nos despojan las cicatrices y los años. Yo, claro, la repudié con la tocudez de la inocencia.
El castigo resultó ejemplar: los dos permanecimos, tras la delación, de rodillas y de cara a la pizarra el resto de la mañana. De rodillas y de cara al encerado por el extenso tránsito de la adolescencia. Demasiado castigo, pienso, para un beso honesto. Nunca más volví a hablar con ella. Aunque su nombre habita, desde entonces, uno de los cantos de mi memoria. Como también es huésped, en la terca bruma del recuerdo, aquella mañana, el áspero tacto que deja la tiza en los dedos y mi firme desprecio por los delatores que retornan, ufanos, a sus pupitres cumplida la hazaña.
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