24/6/07

El paso del fuego


La foto está tomada otro San Juan, hace ya unos años. Muestra los preparativos de la alfombra de brasas sobre la que luego pasarán con los pies desnudos los hombres (mayores y jóvenes) de San Pedro Manrique, un pueblo de las Tierras Altas de Soria que viene celebrando el Paso del Fuego desde tiempo inmemorial. Solía acudir, puntual, cada año, así durante diez u once, sin falta. Era muy divertido: llegar a San Pedro sobre las seis de la tarde, buscar un lugar en la chopera para plantar la tienda de campaña y luego subir hasta la ermita, pelear por un sitio en el pequeño graderío que rodea la explanada sobre la que se prende la hoguera. Escuchar los vítores (¡viva Sagasta!), los cánticos, los saludos. En las Tierras Altas, a finales de junio, el verano se hace esperar: los campos aún no se han agostado, el aire está cargado de energía, la noche se torna en verdad mágica. Las familias de las móndidas, las doncellas que según la leyenda fueron liberadas del tributo al rey moro gracias a la estela de chispas que dejaron los sanpedromanriqueños al caminar sobre el fuego, engalanan la fachada de sus casas con un árbol lleno de cintas y guirnarldas y reparten zurracapote en vasos de plástico y dulces caseros mientras una banda entona alguna sanjuanera. Las fiestas mayores de la capital llegarán en unos días. Viva San Juan. Aunque lo más emocionante es compartir esos seis, siete, ocho, nueve pasos (firmes como puñetazos) en las brasas, cuando llegan las doce de la noche y se apaga por un rato el sonido de las dulzainas y el tamboril, y la banda ocupa su sitio lo mismo que las autoridades. Parece como si el tiempo se hubiera detenido. Entonces los pasantes se remangan los pantalones hasta la altura de las rodillas y comienza la danza ancestral de conjurar el fuego. Descalzos, convencidos de su inmunidad. Algunos, los que llevan más veces atravesado el fuego, lo hacen con auténtico aplomo, con la perfección con que un escultor remata su obra. A veces cargan sobre las espaldas a niños, mujeres, hasta algún político. Y luego muestran las plantas a los atónitos flashes de los periodistas, a las cámaras de televisión. La ceremonia viene a durar media hora pero la fiesta se alarga toda la noche y recibe al amanecer con las reservas de zurracapote agotadas y la moral intacta. La mañana del día de San Juan, el 24 de junio, el alcalde y sus alguaciles, capa sobre el hombro, montan sus caballos y van buscando, casa por casa, a las tres móndidas. Éstas hacen la ofrenda de los panes y luego, en la plaza del pueblo, se vive otra experiencia de catársis colectiva (ésta ya más made in Spain): los jóvenes y viejos destilan destreza para plantar, tirando con fuerza de unas sogas, el tronco pelado del chopo más alto y recto que hayan podido encontrar en el pueblo. El "mayo" se subastará por San Pedro. Después de plantar el mayo se hace un círculo de miradas y todo se centra en el poema o romance que cada una de las móndidas (algunas repitiendo el que abuelas y madres recitaran en su momento) dedica al pueblo, al alcalde y sus alguaciles, a la virgen. Cuando terminan, todavía emocionadas, invitan a cada uno de los miembros de la corporación a bailar una jota en la que tendrán que quitar, con cierta habilidad, el sombrero a sus acompañantes. Se trata de una de las fiestas de San Juan más abiertas y tradicionales de la vieja y profunda Castilla. Tanto que, en la distancia que cuenta los años por ausencias, uno no puede dejar de añorar la magia del festejo y los años de camaradería compartidos.

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