12/3/10

Miguel Delibes, memoria de la Castilla profunda

De todas las fotos sobre Delibes que han saltado hoy a las ediciones de los diarios digitales me quedo, sin duda, con una de Luis Alberto García Pérez tomada en el año 93 (dentro de una serie titulada "Los últimos Cervantes" y publicada por el diario El País). Delibes, con cazadora, gorra y gafas, pedalea feliz por una parcheada carretera del norte burgalés, seguramente en el pueblo de Sedano, en las Merindades, donde el escritor y periodista tenía una casa que acostumbró a convertir en refugio estival mientras la edad y la salud le respetaron. Cuando yo era un mocoso, en la casa de mis padres todo el acervo literario se resumía a un par de colecciones de libros comprados por entregas y con mucho esfuerzo (una la editaba Salvat - RTVE y otra la editorial Libra). Eran colecciones con un exigente criterio selectivo que, pese a su modesto aspecto, servirían como base de lectura a cualquiera que (todavía hoy) quisiera formarse en el oficio imposible de escritor y, por supuesto, en la gratificante tarea de aprehender el mundo a través de la lectura. Uno de aquellos libros era La hoja roja. El autor, claro, Miguel Delibes. La colección me ha acompañado, muchas veces repartida en cajas, a través de mudanzas y desengaños hasta el día de hoy. Delibes también.

Hace un par de días el redactor jefe de cultura de un diario nacional me anticipó el esperado desenlace: Delibes se moría y la maquinaria de las redacciones estaba ya lista para acoger en sus ediciones la luctuosa noticia de su fallecimiento. Ayer, como tantas veces a lo largo de los últimos años, recorrí las angostas carreteras de la vieja Castilla, escuché maravillado los gitos de los niños rebotando en el patio de un colegio de un pueblo, por lo demás, gélido y vacío. Tuve ocasión de hablar con gente que respira el día a día de la vida rural en la Castilla profunda, mis ojos quedaron varados en la belleza que deja en la retina una instantánea fugaz de la Sierra de Guadarrama envuelta por jirones de niebla, contemplé (urbanita) los despojos de la nevada que el domingo por la tarde hirió la soledad de los campos segovianos. Me dejé hipnotizar por el fragor helado de un río. Respiré la magia del pinar, la cicatriz blanca de la nieve en los troncos ajados, el aroma dulce de la resina en las manos.Y, durante todo el tiempo, estuvo volviendo a mí la prosa certera y despojada del maestro Delibes, su limpia descripción de la cascada de Orbaneja del Castillo, mi encuentro de hace muchos años en un pueblín de la Lora burgalesa con Jesús, un entusiasta autoexiliado entre los cañones del Ebro que fue quien me habló, por primera vez, de que el Sr. Cayo había sido un personaje de carne y hueso al que Delibes había conocido en su día como solitario y último habitante de un pueblo pegado al cañón del Ebro al que se llegaba, todavía hace unos diez años, por una pista de tierra.

Esta mañana, al encender la radio para escuchar las noticias del día, el locutor confirmaba la anunciada muerte de Miguel Delibes. La enfermedad y la hora del fallecimiento, el alba, me han traído (una vez más) a la cabeza otras muertes más cercanas. Esa convicción a la que nos aferramos en lo momentos más terribles ("si pasa el alba, sobrevivirá otro día"). Delibes habita desde ya en la ciudad de la memoria pero sus libros forman parte de esa biblioteca universal de obligada lectura para todos los que amamos la pureza de las palabras y el paisaje de la vieja Castilla.

La foto de la entrada es de J. M. Navia

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo no veré esa tierra hasta el verano.
Un fuerte abrazo

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