Estoy seguro de que muchos de los que hemos tenido la fortuna de viajar alguna vez a Cuba hemos sentido la noticia de la muerte del disidente Orlando Zapata Tamayo de una manera muy especial y dolorosa. La primera vez que llegué a la isla, en pleno "periodo especial" (con esa jerga grandilocuente con que gusta el régimen tiránico de adornarse), la impresión que saqué es que aquello no podía sostenerse por mucho tiempo. Creo que fue en el año 93. La segunda fue en febrero de 2002. En el asiento contiguo del avión, a mi lado, iba Lily, una adolescente de catorce años que llevaba viviendo cinco en Vallecas. Cinco años sin ver a su padre. Su destino, Cabaiguán. Me pregunto que habrá sido de Ailieni después de todos estos años. Repaso las notas que tomé durante el viaje en mi cuaderno de hojas cuadriculadas. En La Habana alquilé un taxi para todo el día. El conductor me comentó que la gente se había acostumbrado a esperar la muerte de Fidel como el camino más seguro para la transición hacia un régimen democrático. En la calle se respiraba el hastío de la población. Los edificios se iban desmenuzando como terrones de arena. En algún barrio el agua se abastecía con cisternas. Mientras, la enésima epidemia de dengue, tampoco admitida oficialmente por el régimen, aturdía al país.
Lo que más me sonrojó de aquel viaje fue la constancia de la hipocresía en la que se había instalado el sistema castrista. Su doble moral, el doble país dentro del país: uno, organizado de cara al turismo (la fuente oficial para obtener la divisa estadounidense), con todos los lujos que se puedan imaginar (en el viaje de prensa estuvimos cenando en un exclusivo restaurante habanero que contaba con una amplia bodega donde se podían encontrar los mejores vinos de medio mundo, por ejemplo); y otro, el país de la escasez y la indignidad, para los cubanos. Han pasado ocho años y durante siete de ellos Orlando Zapata Tamayo ha vivido recluido en prisiones de su país. Ayer concluyó su encierro: una huelga de hambre de 85 días para denunciar las condiciones del mismo, las torturas y arbitrariedades, ha concluido con su muerte. Otro buen ejemplo de esa doble vara de medir que caracteriza a los hermanos Castro. Desde la distancia, desde el dolor y la solidaridad con su familia, con su madre, sólo me queda esperar que, de una vez por todas, el final del régimen esté al caer. Y que el pueblo cubano recupere, ahora sí de verdad, su dignidad en libertad. Y que cese la diáspora. Quedan otros 199 presos políticos en las prisiones castristas. Más info: Blog de Yoani Sánchez
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
1 comentario:
Y debemos ser muchos más de 199 que instemos al gobierno de España que cumpla con exigir el respeto por los derechos humanos. No son suficiente los eufemismos (y tardíos) sino que hace falta acción. Conmovedor recuerdo.
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