El plan era un rápido viaje en coche hasta el corazón verde de las Tierras Altas sorianas. A la tierra donde la primavera parece congelada en una instantánea que devuelve la vista y la memoria a mediados del mes de abril en otros paisajes. Noche estrellada y cielos altos. Pero, es verdad,
en los anales de la magia no se ha sabido nunca de un hechizo que volviese bueno a un hombre, por poner un ejemplo. Así que, en realidad, en lugar de atravesar el corredor del Henares y los baldíos horizontes de Medinaceli y de internarme, primero, en el valle del Duero y, luego, circunvalar Soria capital y dejar atrás pueblos con el mismo nombre de otros pueblos segovianos y desenredar enrevesadas curvas y, al fin, reconocer San Pedro Manrique por ese olor que le caracteriza, y bajar del coche y lamer el aire festivo, en realidad lo que hice fue buscar el refugio de mi habitación muy pronto, serían las nueve y media de la Noche de San Juan, y caer en el abrazo y el refugio del sueño con las persianas bien levantadas para que el aire de esa noche mágica barriera, como las olas, cualquier atisbo de pesadumbre y de cansancio. Y volver a madrugar, como cualquier otro día. A la espera de la magia.
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