Desde el final del pasillo, en las horas lentas de la madrugada, me llega el familiar sonido del cerrojo cuando mi padre vuelve a casa tras su turno de noche en el trabajo. El pasillo hace de correa de transmisión y, si cierro los ojos ahora, todavía puedo escuchar el golpe apagado que hace la puerta de hierro del portal al cerrarse, el click del interruptor de la luz que ilumina la escalera, sus pasos subiendo hasta la primera planta del edificio en el que vivimos. También el sonido de las llaves al girar en la cerradura y descorrer el cerrojo que devuelve mis miedos al cajón. Al final del pasillo veo con cierta claridad, en el duermevela de la niñez, su figura acercarse hasta el cuarto donde yo debería estar dormido. En sus manos trae un ejemplar del diario ABC: la portada muestra una enorme fotografía del cometa Kohoutek. Me la enseña y luego me da un beso de buenas noches. Vuelvo a rendirme al sueño.
El pasillo es el cordón umbilical que comunicaba mi cuarto con el resto de la casa: a ambos lados quedaban las habitaciones de mis padres y de mi hermana, luego el cuarto de baño y, al final, el salón, la cocina, el recibidor. Se podría decir que por el pasillo transcurría toda la vida de la casa, el ir y venir de los días, la zozobra y el silencio. No había casa sin pasillo. Y no había pasillo sin habitación al final. Con sus secretos a buen recuado. En las modernas construcciones adosadas, sin embargo, el pasillo ha sido abolido. También en los minúsculos refugios que se postulan para solventar los problemas de acceso a la vivienda de los más jóvenes. Juanjo Millás, en su última novela, psicoanaliza el pasillo. Tal vez no se haya enterado de que es una especie en peligro de extinción, condenado a los guetos de los cascos históricos o las barriadas que crecieron en la posguerra, mordidas de silencio y ceniza. O tal vez sí, por eso reconstruye la memoria de su barrio, de su mundo, entre esas coordenadas en las que el pasillo de su casa, de cualquier casa, adquiere definitivamente una calidad irreal de escenario vivido una y otra vez. El mundo.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
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