15/9/07

A Tonio, in memoriam

TONY LYONS, Tonio (como le gustaba llamarle a su viejo amigo John Berger) murió en silencio, como a él siempre le habría gustado, en la noche del trece de septiembre, hace dos días. Hoy su familia le despide en El Recuenco, el que durante muchos años fuera su refugio y el mejor reflejo del alma de Tony. He rebuscado en la memoria del ordenador que usaba por entonces un retrato que escribí de Tonio hace diez años, uno de mis primeros trabajos para una revista de viajes que buscaba tipos excepcionales a los que les gustara la vida en el campo. Tony era uno de ellos, la estela final de una estirpe que se extingue, como este final de verano, entre cielos que barruntan tormenta y soledades. El artículo nunca se publicó y ha viajado conmigo durante estos años, esperando su momento. Tal vez sea ésta la mejor manera de mantener vivo su recuerdo...


En la sierra madrileña aún quedan resquicios para el sosiego. Sobre canchales caprichosos, hatos y majadas olvidadas, roquedos umbríos, el sol envía un tímido hálito de brillo invernal entre los árboles y las piedras. Es la luz que la mano de Tony Lyons recoge con la serenidad y el respeto de un monje, la que sus carboncillos dejarán después en el papel. Cada día algo distinto.
Tony Lyons ha centrado su trabajo de dibujante de bodegones y paisajes en la abrupta soledad de estas quebradas durante los últimos años. Nacido en Merseyside, muy cerca de Liverpool, llegó a España en el año 1955. Venía con la intención de seguir rumbo a Milán, donde unos amigos le habían prometido un empleo que le permitiría dedicarse sin agobios a su gran pasión, el arte. Atrás quedaban las privaciones de una niñez rural, el paso sin pena ni gloria del marino adolescente por la guerra mundial y la certeza del hambre que le perseguía como una maldición; las horas nocturnas abandonadas a cualquier trabajo y las vespertinas consagradas al estudio; el nacimiento de algunas amistades que todavía hoy perduran y el convencimiento de la pintura como una razón vital. “Después de tantos años desorientado, por fin había encontrado algo que quería hacer en la vida”. En Madrid, sin embargo, se casaría y establecería finalmente.
En el 78 compró un viejo colmenar cerca de Manzanares el Real. Un auténtico mohedal, tomado por la jara y otros arbustos. Tony, con la ayuda de otros amigos, dedicó 18 meses a limpiar la vegetación, “trabajando los fines de semana”. Entonces ya llevaba mucho tiempo ganándose la vida como profesor de inglés, en un paréntesis artístico, y de supervivencia, que le tomaría 30 años. Después vendrían otros 18 meses de dura tarea, levantando lo que hoy es su estudio, una modesta y austera vivienda de piedra. No se queja. “Necesitaba trabajar físicamente, era a lo que estaba acostumbrado desde niño. Las clases me aburrían”. Sólo hay que llegar hasta Solentiname, así se llama su refugio, para comprender el extremo rigor de aquella labor.
La cara de Tony Lyons es como un mapa del tesoro: lo delatan sus ojos de niño travieso por entre las marcas que el tiempo ha ido levantado en su geografía. Buen conversador, afable con los visitantes, amigo de los pastores, vigila felino el movimiento de las sombras abajo, entre las encinas. A uno, ser urbano por obligación, le parece que aquello es el reino del silencio. Tony niega con la cabeza. “Siempre hay ruidos: los animales con sus llamadas, los buitres allá arriba, el bosque”. Hasta hace muy poco la Edad Moderna estaba tan sólo a 30 minutos de camino por la dehesa. “Esto era otro mundo. Pero ahora sabes que el hombre está ahí toda la noche: las luces de la cárcel, de la nueva gasolinera”. Y, lo que es peor, también que no detiene su avance.
Su jornada está dividida entre el dibujo, al que dedica las mañanas, y la lectura y escritura de cartas, tareas en las que emplea las tardes. Asume que su cuerpo ya está cansado. “No pienso en la vejez. Noto que no puedo hacer ya ciertas cosas, como cultivar la huerta, pero aún pienso que hay gente peor y se acabó”. Una vez a la semana regresa a Madrid, pero vuelve en cuanto puede al estudio: asegura estar “más a gusto con el mundo, con mi vida, conmigo mismo” cuando dibuja. Aunque “el precio sea estar solo”. Pero él necesita la soledad y ese rincón para poder dibujar. Un derecho que defiende haberse ganado con los años.
El gas butano y una batería de coche le dan la electricidad necesaria ahora que los días se acortan. Tony Lyons, rodeado de sus cachivaches de dibujo, toma un libro, enciende una lámpara y se acurruca junto a la estufa. La leña crepita y él sueña ya con el reverbero de otra mañana en las peñas. Un sueño en carboncillo y papel blanco. Un sueño de luz.

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