De todos los fantasmas que nos acechan, probablemente sean aquellos que se instalaron y crecieron en la infancia los que con más afán y perseverancia se empeñan en visitar los rincones por los que fuimos creciendo, las calles -entonces sin asfaltar- donde nos machacábamos los pies jugando al 'balón-regañao' y las salas reconvertidas de los cines de barrio donde empezamos a conocer el picor dulce de los amoríos adolescentes. Son estos fantasmas los que más pronto alcanzan la libertad provisional y terminan por convertirse en sombras que la ciudad confunde con sus gentes habituales, vieja y cansada.de soledades como está ya la ciudad, hasta que acaba mezclándolos con los cientos de seres que vienen y van de un lado para otro sin parar, incorporándolos a sus paisajes, a los corrillos de las plazas y al bullicio de los mercados.
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Mi memora infantil trae consigo dos fantasmas dignos de consideración. Por entonces, su sólo apelativo era capaz de competir en relevancia con un fugitivo y escurridizo Eleuterio Sánchez, quinqui donde los hubiera, y de hacernos temblar y maldecir la oscuridad de la noche. El primero de ellos era 'El Patas', individuo que como su mismo renombre indica se caracterizaba por tener unas piernas larguísimas y una zancada apreciable. Tanto que podía recorrer los caminos y las calles mal iluminadas en un abrir y cerrar de ojos. Este fantasma amenazaba con su presencia el final de la calle López de Hoyos, el pueblo de Hortaleza, y los despoblados de Las Cárcavas, donde Madrid iba a perderse en campos labrados y casas de hojalata. Había que ser valiente para atreverse a salir a las eras pobladas de sombras donde no alcanzaba la luz de los aislados postes eléctricos. El otro, mucho más conocido y no por ello menos temible, era el hombre del saco. Su silueta, doblado el espinazo por el peso de la carga, asaltaba una y otra vez mi imaginación, con la impronta de los mejores fantasmas infantiles: siempre parecía estar rondando nuestras existencias, aunque nunca acababa por dejarse ver. Decían que recorría los terraplenes de las Ventas, buscando niños.
Pero yo nunca llegué a ver a ninguno de los dos. 'El Patas' y el nombre del saco quedaron atrapados según pasaba el tiempo en mi memoria y otros fantasmas menos escurridizos les fueron robando protagonismo.
En Madrid, la impostura es todavía un recurso accesible, y el fantasma, como el impostor, tiene un margen de maniobra suficiente para moverse sin sentir el decubrimiento de una mirada escrutadora. Pero también tiene la tendencia irrefrenable, como el asesino perfecto, de volver al lugar del crimen y deambular por las calles adyacentes. Y, mira por donde, ya he dicho que siempre acabamos encontrándonos con nuestros fantasmas. Así que eso fue lo que me ocurrió el otro día, cuando en la plaza de jacinto Benavente pude ver al hombre del saco, cuando atravesaba rápido entre autobuses en dirección hacia carretas. Me quedé quieto, observándole. Lo cierto es que tenía un aspecto lamentable. Estaba viejo, canoso, caminaba encorvado, llevaba el saco sobre un abrigo zarrapastroso y, a decir verdad, ya no me pareció que fuera por ahí hurtando criaturas. También había crecido. El seguía llevando el hábito de la marginalidad, pero sospeché que ahora era un desempleado de larga duración. Y su saco tan sólo el fardel donde guardar unas cuantas pertenencias y algún mendrugo que echarse a la boca. Después, yo también seguí hacia Sol.
Este artículo se publicó íntegramente en el desaparecido periódico semanal "SIERRA de Madrid" (18/4/95), que se repartía los sábados con el diario El Mundo en los pueblos de la vertiente madrileña de la Sierra de Guadarrama. Fue uno de los primeros de la larga serie que, entre abril de ese año y julio de 1997, publiqué en su mayoría dentro de la sección "El Ladrón de Palabras".
2 comentarios:
Recuerdo las noches de verano en Tapia, en casa de mi abuela,,hace veinticinco años, aún en muchas casas no habia persianas, y claro!! entraba la luz de la luna en la habitación..parecía una luna más clara que la de ahora..nos gustaba quedarnos a cuchichear hasta muy tarde y ella como se levantaba muy temprano y tenía que trabajar, siempre nos hablaba de una mujer que llegaba a las casas cuando sus inquilinos no se daban cuenta y se llevaba a los niños que no dormían por la noche, le llamaban " LA MUJER CRUDA" aquel nombre ya le daba un aspecto horrible..yo con unos 10 años me preguntaba..acaso nosotros estámos cocinados?? trataba de imaginarmela y me parecía espantosa..era entonces cuando nos guardabamos debajo de las sábanas y nos quedabamos callados por miedo a que ella pudiera pasar por allí y nos llevase...Mi abuela conseguia su objetivo..hacernos dormir...
La mujer cruda...
Ya te contaré algún día lo que nos ocurrió una tarde en una herrumbrosa lancha varada junto a las tapias del desahuciado cementerio de San Martín. Tendríamos esa edad, diez, once años. Y todavía no se me ha olvidado...
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