20/12/10

Manbos: El viejo oficio de fotografiar

"Me siento en el frágil silencio de esta buhardilla mientras el frío sol de diciembre embarranca en el arrecife del cristal del techo y proyecta su luz débil, moribunda como el atardecer, sobre las estanterías repletas de libros y objetos que conforman mi existencia cotidiana. Afuera resuenan unos ladridos ahogados y el fragor del cercano tráfico. Dentro, en la pantalla plana del ordenador, se suceden imágenes de lejanos universos soñados una y mil veces, radiografías de la existencia que el mundo digital nos devuelve a miles de kilómetros de distancia con la misma precisión con que un cirujano extirparía un tejido enfermo para luego mostrárnoslo. Paisanos y paisajes que nunca había imaginado vislumbrar aparecen frente a mí merced a las utilidades de la red, de las líneas de alta velocidad y de una “ftp” que transporta información como hace muchos años el tren habría llevado las paradojas del mundo moderno hasta los confines más remotos. Miro las fotografías con la curiosidad con que un niño escrutaría un juguete nuevo y desconocido. Luego, con la voracidad de un hambriento al acecho de un bocado, las voy pasando de página en página, las amplio y reduzco, me detengo en ellas. Me estremezco.

Me ha venido a la memoria una anécdota que sucedió hace ya unos años en la calle donde habité toda mi infancia y adolescencia. Junto al edificio de tres plantas en el que vivía con mis padres había una decrépita vivienda construida en los tiempos en que Madrid era, sobre todo, extrarradio y posguerra. Al viejo hotelito le rodeada una infranqueable valla de ladrillos tras la que, cada mes de febrero, florecía un árbol del que nunca llegué a saber su nombre. Aunque todavía añore ese día cálido de finales del invierno en que la acera comenzaba a poblarse de flores caídas desde las altas ramas. Los niños se entretenían en horadar con pajitas los nidos que las arañas construían en las oquedades del ladrillo pero aquella valla se convirtió, con el paso de los años, en un objeto cotidiano junto al que los transeúntes discurrían a cualquier hora del día o de la noche, con paso distendido o apresurado. Nadie parecía reparar en ella ni en lo que contenía de universo prohibido al otro lado. Un invierno, cuando el árbol había dejado de florecer y los bomberos habían acudido ya un par de veces a apuntalar la cubierta del hotelito, de repente un lienzo de la valla de ladrillo se derrumbó hacia el interior del jardín. La policía municipal tendió con eficacia, de lado a lado del paramento caído, esas cintas de plástico que nos anuncian obras y caminos imposibles para los peatones en la ciudad. Durante días la gente se detenía en la acera con asombro y curiosidad, miraba el jardín oculto, la hierba rala, la desdicha de la desahuciada mansión.

La instantánea de la valla despanzurrada tiene idéntico efecto en mi memoria al de las fotografías que ojeo desde hace días por internet: son las imágenes captadas por los colaboradores de Manbos en cualquiera de las esquinas de este planeta. Me produjo el mismo vértigo leer con cierta antelación los textos que acompañan al pie o al margen las fotos: podía cerrar los ojos e imaginar el cauce verdeante e interminable de un río en el sudeste asiático, sus oscuras aguas, un rostro desconocido surgiendo de la penumbra en una tienda del desierto del Chad o una, por no menos vista, destellante panorámica de Nueva York. Porque, pese a los avances técnicos a los que hemos asistido en los últimos años, el espíritu del fotógrafo reposta en idénticos manantiales a los de siempre: la realidad. Estos trabajos son fiel muestra de que la era digital no ha conseguido desterrar la curiosidad y capacidad de asombro que ha adiestrado durante años el oficio del fotógrafo para husmear en esa realidad y captar con su cámara la imagen única que ahora aparece ante nuestros ojos, en las páginas del libro, y nos desvela el mundo por un instante. Porque la fotografía nunca ha renunciado a la realidad. Como la valla caída nos mostraba algo que siempre había estado ahí y nuestros ojos eran incapaces de ver.

Conocí a Guzmán al mismo tiempo que a Roberto Iván Cano: en un viaje de trabajo al interior de una comarca de la Cataluña rural que apenas un puñado de años antes había sido devastada por el fuego. Ambos mostraban ya los evidentes síntomas de estar atrapados por el desasosiego de la era digital. A David Santiago le conocía de años atrás, precisamente de otro viaje al Alto Berguedà, una de las zonas más deprimidas de la provincia de Barcelona. Durante una marcha de cerca de seis horas para ascender hasta la cumbre del Pedraforça, y luego regresar al punto de reunión, David sólo llegó a tomar un par de instantáneas. Es un auténtico artesano de su oficio. En ellos, en el resto de fotógrafos y colaboradores de Mambos que desfilan por las páginas de este libro, el lector descubrirá que es precisamente la confesión personal y la mirada lo que otorga a sus imágenes la capacidad de conmover, lo que explica el estremecimiento que me recorrió al leer los pies de foto y recrear las imágenes no vistas en mi memoria. Es su capacidad y paciencia para sorprender a las cosas como son realmente las que hacen grandes estas fotografías. Lo que convierte en único al viejo oficio de fotografiar.

(Este texto fue mi prólogo al libro de fotografías Manbos, Madrid, 2008. Si estás pensando en hacer un regalo encuadernado, puede ser una buena alternativa). Puedes adquirirlo pinchando en este enlace.

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