
Tan mal se están poniendo las cosas que uno, al final, va a tener que pedir permiso para poder editar libros o escribir en prensa. Lo digo por el comentario que un anónimo visitante de este blog dejó, hace unos días, en el de los Addison. Se piensa la gentucilla que todos somos Fabra o El Bigotes. A tal nivel de cansancio lleva la cosa que a uno se le quitan las ganas de entrar al trapo. Insisto, colaborar con cierta regularidad en un periódico no te convierte en otra cosa más que en un esforzado trabajador. Y si vengo haciéndolo desde el 98 en el diario El Mundo con mis artículos y crónicas viajeras es porque, como buen freelance, una de mis pocas virtudes es la tenacidady no porque se obtenga ningún beneficio adicional. Sigo pudiendo cruzarme por la calle con cualquier miembro de la redacción de El Cultural sin que yo sepa quienes son ni ellos quién soy yo. Pero esto, al parecer, para algún poetilla es difícil de comprender. Pues lo siento, no voy a pedir perdón ni a seguir haciendo bandera de ello.
Ayer estuve, en una vista relámpago, paseando unas horas por la ciudad natal de Miguel Hernández. Del centenario apenas de percibe nada: el palmeral está tan desolado como siempre; la morera y la higuera, en el huerto trasero de la casa-museo, esplendorosas; la calle de Arriba parece un mosaico multicolor de tan remozada. Frente a la casa natal del poeta han abierto un chiringuito donde se puede comprar el merchandasing del evento. Y poco más: la exposición de la Fundación estaba tomada por otra exposición de pinturas sin mayor interés y, eso sí, hacía un sol que derretía a los lagartos. Descubrí, durante el paseo, el museo de las murallas de Orihuela, un impresionante yacimiento soterrado donde se muestran las excavaciones arqueológicas realizadas en torno a la primitiva alcazaba almohade. Y compré dos ediciones facsimiles de libros de Miguel Hernández: una de
El rayo que no cesa y otra de los
Dos cuentos para Manolillo (para cuando sepa leer), para mis hijos, para cuando sepan leer.
Luego acabé la jornada cenando en Murcia capital con José Antonio Martínez Muñoz, autor de Bartleby (
El viento de la Gehena) y emprendí rumbo a Madrid bien entrada la noche. Conducir en la soledad de la autovía es un pequeño placer.