Ando trabajando en un artículo sobre el tapeo (casi inexistente, en mi opinión) en la capital toledana. Me refiero al tapeo tan al uso en otras ciudades como Zaragoza, Pamplona, San Sebastián, Bilbao, Burgos, Logroño, Valladolid, Málaga, Granada o Córdoba, por poner algunos ejemplos. Un tapeo de barras atestadas con pequeñas y sabrosas creaciones culinarias que han devuelto a la gente el gusto por el chateo y la conversación con los amigos. Una costumbre bastante cara, por cierto. El caso es que este pasado domingo, desafiando a las previsiones meteorológicas (y también a las lógicas, que recomendaban quedarse tumbado a la sombra sin hacer nada) me aventuré por las callejas de esta laberíntica ciudad milenaria y realicé un rápido reconocimiento de locales y propuestas. Nunca antes había encontrado a Toledo tan vacío de turistas, lo que hizo crecer en mí (el calor también, seguro) esa sensación de irrealidad, de viaje en el tiempo, que me asalta cada vez que pongo el pie en la ciudad.
Tengo un amigo que, a día de hoy, se niega a visitar Toledo. Sospecho que para él la ciudad es una especie de etiqueta con rancio sabor franquista, la eterna foto que muestra al dictador y al general Moscardó y a "los valientes héroes del Alcázar" que, como una letanía escolar surgida de la oscuridad, resuena en su cabeza. Anda muy equivocado, el pobre. Toledo siempre despertó admiración en otros muchos artistas e intelectuales de pasado nada sospechoso. Recuerdo ahora una exposición realizada aquí sobre la obra de Sorolla (ahora en el Museo del Prado), otro admirador secreto de los vericuetos de Toledo. Bueno, decía que andaba un poco exhausto subiendo y bajando callejones cuando llegué, casi en uno de los laterales de la catedral a topatrme con una de las tabernas centenarias que sobreviven en Toledo: la Taberna El Botero. Se trata de un pequeño local adornado con multitud de fotografías en blanco y negro sobre la ciudad. Uno de los cuadros me llamó la atención. Hablaba de otra exposición, realizada hace un par de años, sobre una (para mí) desconocida Orden de Toledo y vinculada a Luis Buñuel. Buñuel, Calanda, José Donoso, Calaceite. Los poemas de un novelista, el libro de poemas escrito en buena medida por el chileno Donoso durante su estancia, a principios de los setenta en aquella pequeña localidad turolense y que editamos a finales del pasado mes de mayo. La Orden de Toledo la fundó un jovencísimo Buñuel en el año 1923. Una especie de anti-guía para descubrir Toledo que reunió a amigos del cineasta como Dalí, Alberti y Mª Teresa León, Pepín Bello y García Lorca, entre otros. Una visión de la ciudad alejada de los tópicos que la dictadura lanzó sobre ella. Una excusa más que ofrecer a mi amigo para que enmiende su error y deje de privarse de alguna de las estampas más bellas del país, como esta foto que acompaña y que muestra la ciudad y la hoz del Tajo desde los Cigarrales. Esta mañana he buscado en Google más información sobre Buñuel y sus amigos. Y he descubierto un blog muy interesante con una entrada esclarecedora. Se llama Toledo Olvidado y no tiene desperdicio. Yo, mientras, regresaré al estío abrasador de la ciudad en unas horas y trataré de concluir mi trabajo antes de que él acabe conmigo...
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