Ayer era festivo. Llevé a los niños al Museo del Ferrocarril, en la antigua estación de Delicias, en Madrid. Me gusta este museo: entrar en el edificio de la estación es como dar un salto para atrás en el tiempo. El efecto lo agudiza el cercano sonido del metro, que se cuela por los resquicios de las tablas del techo, creando una extraña sensación de irrealidad. Parecería que alguna de las máquinas fuera a echarse a andar en cualquier momento. Tomamos unas coca-colas en el vagón-cafetería con la esperanza de que al mirar por la ventanilla ya no fuera el andén sino un paisaje de invierno, con los campos cenicientos por la escarcha, el que nos saludara al otro lado. Este museo es una versión capitalina del parque jurásico, con las enormes maquetas de modelismo que a mí me recuerdan a una infancia que no tuve y las mastodónticas locomotoras a vapor. Al museo le falta, sin embargo, una parte de la memoria del ferrocarril. Como si le hubieran cercenado un lóbulo cerebral. Eso le quita encanto. El encanto lo topamos hace unas semanas frente a la desahuciada estación del valle de Yera, en la Vega del Pas cántabra. La vía muerta conduce al túnel de La Engaña, por donde el ferrocarril Santander-Mediterráneo quiso cumplir un sueño pergueñado en los años veinte del siglo pasado. El sueño de unir las costas cantábricas y mediterráneas. Un sueño de vida para la Castilla costera en el que las oligarquías nunca creyeron. Un sueño convertido en pesadilla en la larga noche del franquismo. En Vega de Pas estuvimos charlando con la hija de un murciano que fue condenado a muerte tras la derrota en El Dueso y que se dejó los mejores años de su vida horadando en las montañas de las Estacas de Trueba este túnel maldito. Aún sabiendo que nunca serviría en activo. Ahora él tiene más de noventa años y puede contarlo. Su hermano, no. Fue uno de los muchos que murieron en este campo de trabajo clandestino. Al Museo del Ferrocarril de Madrid le falta, para que sea creíble y no un cementerio de elefantes en mitad del fragor de la ciudad, recuperar la memoria de aquellos años. Una memoria de sangre y represión silenciada. Una memoria con muchos fantasmas deambulando todavía. Entonces podré tomarme la coca light con los niños sin el repelús que me produce estar sentado a unos metros del Talgo de los Oriol, otra reliquia con tarjeta de memoria y sin caducidad.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
1 comentario:
Te recomiendo el Museo del Ferrocarril de Gijón. Es una maravilla.
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