12/11/07

El atardecer, el instante del día en que Granada se hace eterna

Recuerdo con especial cariño mi primer viaje a Granada. Fue hace ya muchos años, a principios de los noventa, en un Puente de la Constitución. Varios amigos alquilamos durante cinco días una casa aupada a la parte alta del Albaicín, casi a los pies de la abadía del Sacromonte. En el Palacio de Carlos V había una muestra de fotografía en blanco y negro, Sostener la mirada, con imágenes de las gentes de La Alpujarra. Conservo el catálogo de aquella exposición, un milimétrico retrato de una realidad ya pretérita que prologaba, siempre magnífico, Antonio Muñoz Molina. Es un libro al que vuelvo una y otra vez, cuando la nostalgia por la ciudad me asalta y no puedo coger el coche y escapar hasta allí por unas horas o unos días.

A Muñoz Molina, nacido en una Úbeda de horizontes olivareros y frescos zaguanes, y transmutado en escritor en la Granada de los ochenta, le debo buena parte de mi fascinación por esta ciudad, por sus esquinas y sus sombras, por los pasadizos que sólo transita la imaginación cuando la caída de la tarde convierte el acantilado hendido por el Darro en un daguerrotipo de Gustavo Doré. Con sus inquietudes de Robinson urbano aprendí a amar a Granada sin ni siquiera haber pisado sus calles o disfrutado de alguna de las liturgias cotidianas que tanta y tan buena fama le han dado: el tapeo a última hora de la mañana o la subida apresurada hasta el mirador de San Nicolás, cuando el día apura sus horas y los últimos rayos de sol acarician la tosca cara roja de la Alhambra y bañan de oscuridad las delicadas yeserías de los palacios nazaríes.

De aquel primer viaje conservo una fotografía: sobre una pared enjabelgada se perfilan las sombras de quienes, como yo, cumplían con el ritual de disfrutar desde San Nicolás de ese instante del día en que Granada se hace eterna. He vuelto después muchas veces a la ciudad. Caminando de manera pausada, como quien mastica un delicioso bocado, he dejado atrás el Paseo de los Tristes y luego enfilado por la Cuesta del Chapiz hacia el corazón del Albaicín. Me he sentado en el mirador de San Nicolás y puedo aseguraros que es sólo a principios del mes de diciembre cuando el sol proyecta esas sombras contra el muro creando una postal única.


Pero Granada atesora mucho más que la Alhambra. Aunque el Albaicín ya no es lo que era hace quince años su plaza Larga todavía mantiene en los días de mercado mucho del bullicio de pueblo pequeño y encerrado en sí mismo que le ha dado ese carácter tan especial. En la parte baja la plaza de Bibrambla, a dos pasos de la catedral, sustituidas las hileras de aguadores por terrazas con menú turístico: me encanta hacer un alto en alguna de las barras que pueblan la calle Pescadería o fisgonear entre las casetas del mercadillo navideño o por el mercado de frutas y verduras que los sábados por la mañana sube desde San Agustín hasta la Gran Vía de Colón. Callejear por el Realejo de los pequeños comercios o subir la cuesta de Gomerez hacia los jardines del Generalife y contemplar desde allí al Sacromonte, en cuyas zambras flamencas acaban la noche y la visita muchos de los turistas que llegan hasta Granada desde cualquier lejano rincón del planeta. El Sacromonte es otro pedazo de la historia viva de Granada: la de sus casas-cueva, sus gitanos e inmigrantes de aluvión y lo que queda de todo ello.

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