Después de serrar el tronco por tres partes, con el árbol ya en el suelo, conté los anillos: treinta y cuatro. Al cedro lo había arrancado el viento de raíz. Primero lo elevó en el aire y luego lo lanzó contra la valla de granito. El tupido ramaje amortiguó la caída pero en ese último viaje el cedro se llevó por delante el tendido eléctrico, una columna de hormigón más añosa que él y todo el cableado telefónico. Los bomberos dijeron luego, mientras se afanaban en trocear las ramas de menor grosor para poder dejar libre la vía pública, que algunas ráfagas habían soplado con una velocidad superior a 120 km/hora.
El cedro era un hermoso ejemplar que debía superar, en altura, los veinte metros. Da gusto ver como la copa se cimbrea contra el azul cada vez que el aire avanza, en oleadas, barriendo el valle. Me gusta escuchar ese rumor: primero a lo lejos, cada vez más cerca, pasando sobre mi cabeza y alejándose. Es una señal de vida en el valle. Las largas y elegantes ramas de la base van acortándose a medida que el tronco del cedro se estrecha y gana metros. Lleva ahí plantado casi desde que mis padres construyeron la casa. Otro invierno, hace muchos años, la dentellada del viento lo escoró hacia la izquierda. Pero no fue a más: el árbol recuperó la vertical del cielo y siguíó estirando su copa, orgulloso.
Quiero ahora imaginar el loco batir de las ramas, el gemido del árbol justo antes de decir no puedo más y ceder, con un crujido, al empuje de la tormenta. Treinta y cuatro anillos concéntricos que ahora, con la sierra eléctrica, se van convirtiedo en pequeños pedazos de madera y virutas que alimentarán la chimenea durante el invierno. Al cedro lo tiró abajo un vendaval que azotó media España en febrero de 2006. Lo peor no fue que con el cedro se fueron años de recuerdos, la fotografía tomada en no sé cuál estío, cuando los niños éramos todavía más altos que el arbolito recién plantado. Lo peor no fue ver cómo los vecinos se apostaron en la acera opuesta haciendo cábalas, elaborando en voz alta sus propios planes para despejar cuánto antes la calle. Lo peor no fue comprobar que nadie, excepto uno de ellos, se ofreció para ayudar en el desastre. Lo peor vino cuando el mayor de todos, con un gesto bíblico, sentenció la causa de mis males: "eso te ha pasado por plantar coníferas". Y luego, cada mañana, mientras yo me afanaba en trocear el tronco de los treinta y cuatro anillos, él se paseaba condescendiente por allí delante como un carcelero que vigilara el cumplimiento de la pena impuesta y mi penitencia.
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