El sábado pasado, bien de mañana, estuve paseando por Zamora. El objeto de la fugaz visita fue conocer en persona a Luis González (Librería Semuret) y Miguel Núñez (Librería Miguel Núñez). Los establecimientos me los había indicado hace unas semanas José Ángel Barrueco, periodista, narrador, poeta. Está pasando malos días: las malas rachas nunca vienen solas, parece que se llaman a aulllidos, como los lobos, convocando la desdicha. Leo en su blog que un familiar está ingresado en el hospital. Leo que la cosa no pinta nada bien. Leo, también, que el pasado domingo dejó de publicarse su columna diaria en el periódico La Opinión de Zamora. Le pregunté si estaba en nómina o colaboraba (hace un rato me he enterado también de que David Mayor había perdido también su trabajo en la Librería Cálamo). Era colaborador. Ocho años colaborando que se resumen en una patada en el culo y un último artículo sin publicar por el capricho de la dirección del diario. Ocho años sacando la cara por ese periódico, dedicando horas, insomnios, penas y reflexiones en voz alta para acudir cada mañana como si fuera la primera vez a su columna: con el gozo del trabajo bien rematado y con esa agradable sensación que nos provoca, todavía, la palabra impresa a los que escribimos en prensa.
Cuando España iba bien, es decir, cuando preguntabas por el precio de un piso y te decían (sin inmutarse) que de un día para otro podía costar un millón de pelas más (como si todos ganaramos varios miles de euros al mes sin despeinarnos), invadíamos paises para liberar al mundo de las garras del terror, los errores en la planificación de la alta velocidad ferroviaria Madrid-Barcelona saqueaban las arcas públicas o los ministros cazaban mientras los petroleros se hundían frente a nuestras costas, es decir, cuando la gente estaba preocupada de las cosas que importan de verdad y no de tonterías como racionalizar el sistema productivo, reducir el número de contratos basura y temporales, facilitar el acceso a la vivienda y al mercado laboral a los jóvenes, mientras todo eso sucedía, ante nuestros ombligos se iba extendiendo -como una implacable mancha de aceite- la mentira de que trabajar por cuenta propia es la panacea para nuestra sociedad de mansos satisfechos. Y en el mundo del periodismo se reinventó una especie de moderna tiranía que creíamos desaparecida desde los tiempos de la esclavitud: la colaboración. Crecieron los máster para postgraduados, se hicieron muchas bromas sobre los/as becarios/as, pero en silencio, como un ejército de vencidos que abandona su país, fue creciendo el número de colaboradores en periódicos y revistas. Un ejército de derrotados entre los que me incluyo.
El colaborador no existe, ni cuenta. Al colaborador, virtudes de la flexibilización del mercado de trabajo que tanto se alaba a día de hoy, se le despide con una puerta que se cierra ante sus narices, se le ignora, nunca se le reconoce el trabajo bien solventado y se le reducen las tarifas por una ley básica de la selva: o lo tomas o lo dejas. El mejor colaborador es el que calla, agacha las orejas, y traga.
Yo vengo haciendo una media (en los últimos seis o siete años) de cincuenta mil kilómetros anuales en mi propio automóvil. El verano pasado me quedé tirado a 104 km de casa en un viaje de servicio. "El artículo pasado mañana", fueron todas las palabras de consuelo que recibí entonces, antes de tener que comprar otro coche por mi cuenta para poder seguir adelante. Colaboré durante años con una revista (a cuya directora luego echaron a la calle, eso sí, con una jugosa indemnización) que se dedicaba a enviar nuestros textos a individuos más expertos (¿?), normalmente personas que yo había conocido durante mi viaje, para que contrastaran lo que le había entregado para publicar. Hace unos meses, después de volar hasta Santiago de Compostela, alquilar un vehículo y dedicar un día a preparar un artículo me dijeron "¿No habrás ido a Santiago? Es que se ha caído el tema de la programación". Un mes atrás, después de reclamar una fotos que se habían publicado en un medio digital de uno de los más importantes grupos editoriales de este país, donde colaboro regularmente desde el año 98, me preguntaron: "¿has colaborado alguna vez con nosotros?"
En fin, amigo Barrueco, ¿qué más te voy a contar que tú no sepas?.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
2 comentarios:
No, no es que hayamos vuelto a la época de la esclavitud. Muchos señores apreciaban a sus esclavos, así como a sus perros. Al colaborador no se le trata como a un esclavo ni como a un perro, ni siquiera como a una herramienta o cualquier otro objeto útil.
Al colaborador se le considera basura, no sé si reciclable o biodegradable, pero sí como algo absolutamente prescindible en el mundo del periodismo actual, en el que los diarios de gran tirada venden más o menos ejemplares en función de las promociones y coleccionables que saquen: que si el carrito de la compra de 60 euros del Hipercor, que si la colección de películas del Oeste en DVD, que si la vajilla de porcelana decorada con motivos diseñados por Mariscal, que si el MP4...
El contenido informativo y de opinión ha pasado a ocupar un segundo plano, lo cual no deja de tener su lógica, ya que al comprador de periódicos de hoy lo que le interesa es terminar la colección de turno o juntar los cupones correspondientes para adquirir el electrodoméstico del mes, y en muchas ocasiones no tiene tiempo o ganas, o ninguna de las dos cosas, para leer el periódico. No sé qué proporción de clientes de periódicos serán realmente lectores de los ejemplares que compran, ni cuántos de ellos compran el periódico no por lo que dice, sino por lo que promociona o regala, pero a la vista de cómo actúan las empresas periodísticas, da la sensación de que, desgraciadamente, el lector de periódicos está siendo sustituido por un cliente que no compra el diario porque valore las noticias o los comentarios que publica, sino por sus promociones de objetos coleccionables o de pequeños electrodomésticos.
Hola, Ricardo. Bueno, tú puedes aportar (en función de tu experiencia "desde dentro") una visión todavía más apocalíptica. Lo cierto es que nos ha tocado trasegar con la etapa final del periódico como papel. A ese intríngulis se le añade, desde hace años, la permanente situación de crisis y atosigamiento que viven los curritos, ya sean como eternos eventuales a los que luego mandar a las listas del Inem o los colaboratas, que pintan menos que un lápiz de labios abandonado en mitad del Sahara. Mientras, por supuesto, las grandes corporaciones van engordando las cifras de resultados. No sé si hay lectores que lean o compradores de periódicos que leen algo. A veces hasta lo dudo. Ni siquiera si hay redactores-jefes que lean lo que se publica bajo su supervisión...
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