Se fue septiembre, negro septiembre, con un reguero de ausencias hacia la utopía (murió José Antonio Muñoz Rojas y, luego, Rafael Arozarena; Antón Castro se hizo eco de la muerte del también poeta Rolando Mix Toro). Y desembarca octubre con otra luctuosa mala nueva, la de la muerte de la gran Mercedes Sosa. Me pilló la noticia trabajando en Salamanca, visitando librerías entre Valladolid y Zamora, en un plácido mediodía de este otoño transmutado en tardío estío, con las calles de la ciudad repletas de terrazas, y las terrazas tomadas por los paseantes y los turistas dándole, a su manera, gracias a la vida. Mercedes Sosa, que anduvo cuatro años en el exilio español durante la dura etapa de la sanguinaria dictadura argentina, es sin duda una de las voces que cimentan la geografía sentimental de una buena parte de la generación que ahora ronda (arriba y abajo) la cincuentena, la generación que agotó al régimen franquista, que soñó con las calles del París más insurrecto, que vivió la clandestinidad, el silencio y que, en definitiva, nos ofrendó, a los que veníamos por detrás, el sueño de una vida en libertad y democracia. Las canciones de Mercedes Sosa crearon escuela. Su voz, como las palabras de los poetas, permanecerá siempre con nosotros.
La otra ciudad: Santander
Hace 10 años
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