21/12/10

La Ley Sinde frente a la ley del cuatrero

Vengo escuchando con atención los argumentos de defensores y adversarios de la ley antidescargas que hoy debía de haberse votado en el Parlamento (la ya famosa Ley Sinde). El argumento más utilizado por los adversarios -fervorosos defensores de las libertades colectivas y, a su vez, amantes de la abolición de la propiedad (intelectual) privada- es que "el precio de una película, de un cd musical o de un libro es abusivo". añadiría yo: también lo es el del kilo de percebes, el del corte de pelo de mi peluquero y el del último modelo de automóvil de la marca Ferrari. También un cinturón DG. Y unos pantalones vaqueros de marca. Y unos buenos zapatos. Incluso el de un billete de avión o, por ponernos pesados, el del precio del terreno edificable por metro cuadrado en mi barrio. El tema, por tanto, estriba en: ¿quién regula los precios en una economía de mercado como la nuestra? ¿la oferta? ¿la demanda? ¿los agentes económicos? ¿los monopolios?¿los cuatreros de la web? He escuchado decir que a alguno de estos últimos que ellos tienen buena voluntad: que no les importaría pagar unos céntimos por descarga. Y a mí, claro, tampoco me importaría pagar un puñado de euros, cuatro o cinco, por un kilo de angulas para la cena de Nochebuena. O rebajarles el sueldo unilateralmente a todos los que vociferan a favor de la gratuidad del esfuerzo de los demás. Los amigos de lo ajeno devienen que el derecho a la descarga ilegal de cualquier contenido cultural es un derecho recogido en la Constitución española. Yo, honestamente, creo que ese derecho no está reflejado en nuestra legislación. Tampoco lo contrario. Por eso no estaría mal, de una vez por todas, regular el asunto ¿no? El colmo sería que ahora nos enterasemos que el mentor de estos internautas ofendidos fuera, también, controlador aéreo...

20/12/10

Manbos: El viejo oficio de fotografiar

"Me siento en el frágil silencio de esta buhardilla mientras el frío sol de diciembre embarranca en el arrecife del cristal del techo y proyecta su luz débil, moribunda como el atardecer, sobre las estanterías repletas de libros y objetos que conforman mi existencia cotidiana. Afuera resuenan unos ladridos ahogados y el fragor del cercano tráfico. Dentro, en la pantalla plana del ordenador, se suceden imágenes de lejanos universos soñados una y mil veces, radiografías de la existencia que el mundo digital nos devuelve a miles de kilómetros de distancia con la misma precisión con que un cirujano extirparía un tejido enfermo para luego mostrárnoslo. Paisanos y paisajes que nunca había imaginado vislumbrar aparecen frente a mí merced a las utilidades de la red, de las líneas de alta velocidad y de una “ftp” que transporta información como hace muchos años el tren habría llevado las paradojas del mundo moderno hasta los confines más remotos. Miro las fotografías con la curiosidad con que un niño escrutaría un juguete nuevo y desconocido. Luego, con la voracidad de un hambriento al acecho de un bocado, las voy pasando de página en página, las amplio y reduzco, me detengo en ellas. Me estremezco.

Me ha venido a la memoria una anécdota que sucedió hace ya unos años en la calle donde habité toda mi infancia y adolescencia. Junto al edificio de tres plantas en el que vivía con mis padres había una decrépita vivienda construida en los tiempos en que Madrid era, sobre todo, extrarradio y posguerra. Al viejo hotelito le rodeada una infranqueable valla de ladrillos tras la que, cada mes de febrero, florecía un árbol del que nunca llegué a saber su nombre. Aunque todavía añore ese día cálido de finales del invierno en que la acera comenzaba a poblarse de flores caídas desde las altas ramas. Los niños se entretenían en horadar con pajitas los nidos que las arañas construían en las oquedades del ladrillo pero aquella valla se convirtió, con el paso de los años, en un objeto cotidiano junto al que los transeúntes discurrían a cualquier hora del día o de la noche, con paso distendido o apresurado. Nadie parecía reparar en ella ni en lo que contenía de universo prohibido al otro lado. Un invierno, cuando el árbol había dejado de florecer y los bomberos habían acudido ya un par de veces a apuntalar la cubierta del hotelito, de repente un lienzo de la valla de ladrillo se derrumbó hacia el interior del jardín. La policía municipal tendió con eficacia, de lado a lado del paramento caído, esas cintas de plástico que nos anuncian obras y caminos imposibles para los peatones en la ciudad. Durante días la gente se detenía en la acera con asombro y curiosidad, miraba el jardín oculto, la hierba rala, la desdicha de la desahuciada mansión.

La instantánea de la valla despanzurrada tiene idéntico efecto en mi memoria al de las fotografías que ojeo desde hace días por internet: son las imágenes captadas por los colaboradores de Manbos en cualquiera de las esquinas de este planeta. Me produjo el mismo vértigo leer con cierta antelación los textos que acompañan al pie o al margen las fotos: podía cerrar los ojos e imaginar el cauce verdeante e interminable de un río en el sudeste asiático, sus oscuras aguas, un rostro desconocido surgiendo de la penumbra en una tienda del desierto del Chad o una, por no menos vista, destellante panorámica de Nueva York. Porque, pese a los avances técnicos a los que hemos asistido en los últimos años, el espíritu del fotógrafo reposta en idénticos manantiales a los de siempre: la realidad. Estos trabajos son fiel muestra de que la era digital no ha conseguido desterrar la curiosidad y capacidad de asombro que ha adiestrado durante años el oficio del fotógrafo para husmear en esa realidad y captar con su cámara la imagen única que ahora aparece ante nuestros ojos, en las páginas del libro, y nos desvela el mundo por un instante. Porque la fotografía nunca ha renunciado a la realidad. Como la valla caída nos mostraba algo que siempre había estado ahí y nuestros ojos eran incapaces de ver.

Conocí a Guzmán al mismo tiempo que a Roberto Iván Cano: en un viaje de trabajo al interior de una comarca de la Cataluña rural que apenas un puñado de años antes había sido devastada por el fuego. Ambos mostraban ya los evidentes síntomas de estar atrapados por el desasosiego de la era digital. A David Santiago le conocía de años atrás, precisamente de otro viaje al Alto Berguedà, una de las zonas más deprimidas de la provincia de Barcelona. Durante una marcha de cerca de seis horas para ascender hasta la cumbre del Pedraforça, y luego regresar al punto de reunión, David sólo llegó a tomar un par de instantáneas. Es un auténtico artesano de su oficio. En ellos, en el resto de fotógrafos y colaboradores de Mambos que desfilan por las páginas de este libro, el lector descubrirá que es precisamente la confesión personal y la mirada lo que otorga a sus imágenes la capacidad de conmover, lo que explica el estremecimiento que me recorrió al leer los pies de foto y recrear las imágenes no vistas en mi memoria. Es su capacidad y paciencia para sorprender a las cosas como son realmente las que hacen grandes estas fotografías. Lo que convierte en único al viejo oficio de fotografiar.

(Este texto fue mi prólogo al libro de fotografías Manbos, Madrid, 2008. Si estás pensando en hacer un regalo encuadernado, puede ser una buena alternativa). Puedes adquirirlo pinchando en este enlace.

7/12/10

Biutiful - Alejandro González Iñárritu

Hace años, mientras trabajaba en las semblanzas que completaron el puzle de mis Transeúntes (de América Latina), tuve la ocasión de conocer a una mujer venezolana que compartía piso con una chica guineana en algún lugar de Alcorcón. Irene, así se llamaba, me contó en un momento de la conversación cómo su compañera de piso había realizado un ritual para mostrarle a sus antepasados dónde vivía. Tenía la convicción profunda de que ese exorcismo la mantendría a salvo de las esquinas oscuras de la vida en la periferia madrileña. Nunca sabremos si habrá acabado deportada a su Guinea nativa o si habrá conseguido salir adelante en las ruinas del Madrid del siglo XXI.

Anoche, mientras el desasosiego me invadía en la butaca del cine a medida que la recién estrenada cinta de Iñárritu iba avanzando, recordé aquella charla en algún bar perdido de Alcorcón, las palabras de Irene, y las fui mezclando con la sordidez del inframundo lumpen de esta Barcelona de horizontes nebulosos y grandes arquitecturas, con la vida que bulle más allá de nuestros dramas personales, el miedo, el dolor, el amor y el desgarro.

Luego, hoy, ya a salvo del abismo que nos muestra Iñárritu, he leído la crítica publicada hace tres días por Carlos Boyero en El País. A Iñárritu, para su desgracia, le van a estar recordando su filmografía anterior, mano a mano con Guillermo Arriaga, por los siglos de los siglos. Lo que no me parece justo. Afirmar, como indica Boyero, que el alma de Biutuful reposa en la interpretación de Javier Bardem, es inexacto. No creo que Bardem haya dado con el tono del personaje: tiene ademanes de catedrático universitario metido a intermediario en la explotación de inmigrantes ilegales. Ni su lenguaje ni su caracterización resultan excesivamente verosímiles, a mi entender. No sabría distinguir entre este Bardem y el Come, reza, ama. Es mérito del director que la película, a través de Bardem y del resto de los personajes, sea capaz de sacudirnos y de mostrar "muchos y complejos sentimientos, heridas, sueños, confusión, resistencia, apaleamiento, terror, anhelos, desesperación". La misma confusión y las mismas heridas que nos acompañan en el día a día de un país donde conviven gente normal, controladores aéreos y chinos explotados en suburbiales sotanos.

La factura de la película, por otro lado, es mexicana cien por cien. Ese hilo de realismo mágico que la recorre de principio a fin, con unas tomas tan magistrales, tal vez resulte un poco impostada en una sociedad tan resabiada como la nuestra, donde los únicos culpables de todo lo que ocurre son Cristiano Ronaldo y la meteorología adversa. Ahora, si queréis pasarlo mal durante un buen, no os la perdáis. Es un recorrido por el interior de nuestro ombligo. Sin piercing.

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